Introduction a la Sagrada Escritura 2

  1. 3.2. La
    inspiración, luz sobre el juicio práctico para escribir lo
    correcto
    Junto con la explicación apuntada en el párrafo anterior, que se mantiene en la mayor parte de los manuales hasta el Concilio Vaticano II, hay otras explicaciones que desplazan el acento desde el conocimiento de la verdad revelada a su transmisión, del carisma de conocimiento a un carisma de acción.

    Se puede afirmar que esta dirección moderna se inicia con E. Levesque[1]. Según este autor se pone un énfasis excesivo en la inspiración concebida como una «transmisión y comunicación de verdades» por parte de Dios, descuidando, en cambio, la adquisición de esa verdad por parte del hagiógrafo. Por tanto, si hablamos, dice, no ya de la comprensión de la verdad revelada por parte del profeta sino de la exposición de esa verdad por parte del hagiógrafo, habrá que y pensar la inspiración como un impulso directivo -dirigido a escribir un libro- más que como un impulso dirigido a recibir una comunicación; y esto porque «en la revelación, la inteligencia permanece pasiva, recibe; en la inspiración es activa, expone cuanto ha adquirido natural o sobrenaturalmente»[2].[1] Cfr E. Levesque, «Questions actuelles d’Écriture Sainte», Revue Biblique 4 (1897), 325ss. [2] E. Levesque, «Questions actuelles d’Écriture Sainte», Revue Biblique 4 (1897), 421.

    Las tesis de Levesque fueron retomadas por Ch. Pesh[1] en un ámbito más abarcante y coherente. En su teoría, parece que se aúna todo lo visto hasta ahora. En primer lugar, entiende el carisma de inspiración como impulso e iluminación. En segundo lugar, Pesch acoge las distinciones apuntadas arriba entre revelación e inspiración. Al hacerlas suyas, distingue entre revelatio stricte dicta («revelatione cum acceptis et cum iudicio») y revelatio late dicta («sine acceptione sed cum iudicio»), aunque a ninguna de las dos la llama inspiración. Finalmente, recoge la distinción de Sérier[2] entre el juicio teórico y el práctico: «el juicio que se hace por parte del escritor acerca de lo dictado puede ser teórico o práctico. Por el teórico juzga si las cosas que se dictan son verdaderas. Por el práctico se juzga si aquello que se escribe, con esas palabras, de este modo y en este momento. Y a los dos juicios suele dar Dios su luz divina». Al unir estos componentes en una sola explicación, Pesch dice, en primer lugar que la inspiración se dirige a escribir los libros, por tanto, supone el carisma de la revelación. La inspiración no se dirige a adquirir la revelación sino a trasmitirla. En un momento determinado afirma que la inspiración:[1] Ch. Pesch, De inspiratione Sacrae Scripturae, Friburgi Brisgoviae, 1906.[2] N. Serier, Prolegomena Biblica, Maguntiae 1612, cap IV, q. 15.

    «Consiste en [la iluminación del] el juicio práctico, o [de] la serie de juicios prácticos acerca del libro que se está escribiendo»[1].[1] Ch. Pesch, De inspiratione Sacrae Scripturae, Friburgi Brisgoviae, 1906, n. 410.419.

    Esta dirección fue seguida por algunos autores, como Crets, Calmes, y Merkelbach. Para ellos, como para Pesch, los juicios especulativos teóricos -los que se refieren a la verdad de lo revelado, sean naturales o sobrenaturales en relación con su objeto- constituyen únicamente prerrequisitos: el carisma de la inspiración va anejo solamente al ámbito del juicio práctico sobre lo que se debe escribir.

    Es claro que por este camino los autores tenían más argumentos para salvar los pasajes difíciles de la Biblia. Una cosa era la verdad comunicada por Dios en la revelación -en la que no había error- y otra distinta la que se comunicaba por la inspiración a los destinatarios. Dios ilumina sobre lo que se debe dar a conocer a unos destinatarios en un momento determinado. Si embargo, el juicio de muchos autores -Luis Alonso Schökel, Karl Rahner, etc.- sobre esta orientación de la inspiración es más bien escéptico: ¿qué iluminación es la que no comunica nada nuevo?, ¿qué iluminación se necesita para conocer aquello que ya se conoce?
  2. 3.3. Revelación e inspiración en P. Benoit
    Las dos explicaciones descritas arriba -inspiración como luz para comprender o como impulso para comunicar- convivieron hasta la segunda guerra mundial. Sin embargo, el desarrollo de la investigación bíblica a mediados del siglo pasado hizo evidente que el libro sagrado no era el resultado de un hombre que, con papel y tinta, se ponía a escribir hasta que el libro estaba compuesto. Cada libro, especialmente los del Antiguo Testamento, pero también los evangelios, por ejemplo, parecía el resultado de una tradición oral, o un conjunto de tradiciones, algunas de las cuales se habían puesto por escrito, quizás en unidades pequeñas, hasta componerse en un relato más largo al que, después, todavía se le añadieron cosas, etc. En resumen, cada libro no venía de una mano sino de muchas. Con este desarrollo y con la publicación de la encíclica Divino afflante Spiritu, se pudo volver a las mismas cuestiones con perspectivas más amplias. De esas décadas anteriores al Concilio provienen las cuatro propuestas —de K. Rahner, P. Benoit, P. Grelot y L. Alonso Schökel— que todavía se exponen en la mayor parte de los manuales[1], y, por tanto, son las que siguen en cierta manera vigentes en las Facultades y Ateneos de Teología. Nos detenemos ahora en la de Benoit que viene a poner punto final a las polémicas planteadas arriba. En el próximo capítulo expondremos las restantes.[1] En los de Teología Fundamental, cuando tratan del tema [R. Fisichella, La rivelazione: evento e credibilità. Saggio di teologia fondamentale, Dehoniane, Bologna 2002, 264-274; S. Pie i Ninot, La teología fundamental: "Dar razón de la esperanza" (1 Pe3,15), Secretariado Trinitario, Salamanca 2002, 591-598] o en los de Sagrada Escritura: V. Mannucci, La Biblia como Palabra de Dios. Introducción general a la Sagrada Escritura, Desclée De Brouwer, Bilbao 1995, 157-168; A. Levoratti, «La inspiración de la Sagrada Escritura», en A. Levoratti y otros (eds), Comentario Bíblico Latinoamericano, Verbo Divino, Estella, 2003, 3-42.

    Benoit[1] propone considerar la actividad de la inspiración en el cuadro más amplio de la revelación, pero sin oponerlas. Buen conocedor de Santo Tomás recuerda que la división entre revelación e inspiración señalada por los autores que se han citado más arriba no existe en el aquinate. Revelación es inspiración son dos caras de una misma moneda. Por la inspiración es elevado el espíritu del hombre y como resultado se da una revelación en el obrar -o en el conocimiento- del hombre. Conocedor también de los modernos modos de entender la composición de la Escritura y la relación de esta con el pueblo que la compone y acepta, se propone explicar entonces la actividad inspirativa de la escritura de manera analógica a otros carismas que aparecen en la Biblia[2].[1] Los textos más importantes se recogen en P. Benoit, Exégesis y Teología I. Cuestiones de Introducción general, Studium, Madrid 1974. También son fundamentales los comentarios a las cuestiones De prophetia de Santo Tomás editados por la Revue des Jeunes: Saint Thomas d’Aquin, Somme Théologique. La prophétie. II-II, questions 171-178, Traduction et annotations par Paul Synave, O.P. et Pierre Benoit, O.P., deuxième édition entièrement mise à jour par J.-P. Torrell, O.P., Cerf, Paris 2005.[2] De ahí que se llame a las tesis de Benoit como el modelo analógico.

    Según Benoit, la revelación en la Biblia viene más vinculada con las palabras y con las obras que con la visión, que apenas aparece. La Escritura habla de la obra del Espíritu Santo que realiza diversas funciones: irrumpe en personajes singulares, desciende sobre Josué, Gedeón o David que, inspirados, realizan «gestas» en favor de su pueblo. Desciende también sobre los profetas que pronuncian las «palabras» del Señor. Ciertamente, en la Escritura, no se narra en ningún momento que el Espíritu Santo descienda sobre los escritores sagrados; pero, pero sí se dice que el Señor manda poner por escrito las gestas y las palabras, y se habla habla de la acción del Espíritu Santo en los libros sagrados (2 Tm 3,16) y en la lectura (2 Co 3,15-17). Por tanto, en estas condiciones, nada impide que, en lo que se refiere a la revelación de Dios, se considere la acción del Espíritu de manera funcional. Así podemos concebir una inspiración del Espíritu Santo para «hablar»: en orden a la revelación esta inspiración se corresponde con una función «profética» o «apostólica». La inspiración para «obrar» en favor del pueblo se corresponde en la revelación con una función que podría denominarse «pastoral» o «dramática». Finalmente, de manera análoga, podemos concebir una inspiración para «escribir» que, en orden a la revelación, se podría caracterizar por la función que podríamos denominar «hagiográfica» o «escriturística», es decir, que tiene como fin la creación de los libros sagrados. La analogía, además, podría prolongar la inspiración a otros campos: por ejemplo a la inspiración «eclesial» que, en el orden de la revelación se orientaría a la explicación del texto que es revelación y regla de fe en la Iglesia[1]. Se entiende así bien que la explicación de Benoit se denomine el modelo analógico.[1] La inspiración bíblica se orienta a la producción de un texto que contiene la revelación y sirve de regla de fe en la Iglesia, la inspiración eclesial explica este texto que contiene la revelación y es regla de fe. Cfr P. Benoit, «Las analogías de la inspiración», en Exégesis y Teología I, 75-78.

    En este marco, es claro que lo que le preocupa a Benoit es el carisma para escribir: ¿en qué consiste la acción de Dios en la composición de los libros? Aquí examina las tesis de la teología de la inspiración según el modelo profético apuntadas unos párrafos más arriba. Aquellos autores pretendían prolongar el pensamiento de Santo Tomás y aplicarlo a un lugar que el Aquinate no había examinado expresamente. Y, al hacerlo, dice Benoit, habían introducido confusiones. La primera entre inspiración y revelación. Según Benoit, para Santo Tomás, las dos operaciones eran como las caras de una misma moneda: la inspiración es una elevación —una luz para juzgar— que desemboca en una revelación. Por tanto, concebir la inspiración como un mero impulso es despojarla de contenido en orden a comunicar la verdad de Dios. El segundo lugar de confusión versaba sobre la distinción entre juicio especulativo y juicio práctico. Para quienes propugnaban que la inspiración dirigía el juicio práctico, tal inspiración podía garantizar que lo comunicado en el escrito era correcto o adecuado, pero no necesariamente verdadero. La revelación era anterior a la Escritura, la inspiración únicamente se dirigía a iluminar al escritor sagrado en el aspecto práctico: en lo que le parecía conveniente al hagiógrafo comunicar en un momento determinado. Sin embargo, esta operación despojaba a la Sagrada Escritura de la verdad que le pertenece, porque, si seguimos la operación hasta el final, es la revelación al profeta la que fue verdadera pero no necesariamente los escritos que tenemos delante. Ante esta situación, Benoit introdujo la noción de juicio especulativo-práctico de acción[1]. La característica de este juicio es que no está despojado de una referencia a la verdad: es un juicio práctico, pero que está imbricado, lógica y cronológicamente, con el juicio especulativo, de modo que la verdad de lo afirmado no se compromete. Según los autores que defendían la prioridad del juicio práctico en la inspiración, el hagiógrafo era inspirado para decir lo que convenía decir; según el matiz de Benoit, los hagiógrafos afirman de entre lo verdadero, lo que convenía decir, o, dicho de otra forma, decían lo que convenía decir, pero lo afirmado era verdadero.[1] Benoit acude a un trabajo de A. Desroches y distingue no dos, sino tres tipos de juicios que denomina así: a) el juicio especulativo absoluto, que se refiere a la verdad en sí misma; b) el juicio especulativo de acción, que tiene por objeto la verdad, no en cuanto tal, sino en cuanto orientada a una acción, en tanto que posible; c) el juicio práctico, que tiene por objeto la verdad práctica y tiende a la realización de la obra en la forma debida. Si se aplica este marco a la composición de los libros sagrados, resulta que: a) la composición de los Libros Sagrados exige que los juicios especulativos sobrenaturales, es decir los realizados con la ayuda del Espíritu Santo, sean algo más que juicios prácticos: exige, por tanto, juicios especulativos; b) estos juicios especulativos no son necesariamente anteriores al juicio práctico, sino que pueden ser concomitantes o posteriores a él; c) es más, estos juicios especulativos de acción -juicios, en definitiva, acerca de la verdad que debe comunicarse- pueden ser calificados, y lo son, por influencia del juicio práctico. Cfr A. Desroches, Jugement practique et jugement speculatif chez l’écrivain inspirée, Otawa 1958, 121-134. Sin embargo, para Desroches, el objeto del juicio especulativo de acción es la verdad en cuanto tal, considerada como conveniente para ser puesta por escrito.
  3. Según estas precisiones, Benoit concluía con las dos famosas definiciones de revelación e inspiración:
    «Yo propondría que se reagrupara bajo el carisma de revelación toda la actividad del conocimiento especulativo suscitada en el hombre por la luz sobrenatural del Espíritu Santo. Su elemento central y específico será el juicio sobrenatural de conocimiento que alcanza la verdad con una certeza divina. Podrá versar sobre representaciones comunicadas sobrenaturalmente por Dios, como en el caso típico del «profeta» que tiene una visión (“revelatio stricte dicta”); pero también podrá referirse a representaciones adquiridas naturalmente y a juicios ya formados por el ejercicio natural de la inteligencia (“revelatio late dicta”).Lo esencial es que, incluso en este último caso, la luz divina hará juzgar de una manera superior y que garantiza estas verdades que el hombre posee por medio de una información ordinaria. En virtud de ello adquirirán una cualidad nueva, sobrenatural y si son enseñadas, en el estadio (lógicamente) ulterior de la inspiración, se presentarán con la garantía de la autoridad divina»[1].[1] «Revelación e inspiración, según la Biblia, en Santo Tomás y en las discusiones modernas», 58. «Propongo, referir esta iluminación del juicio especulativo con el carisma de «revelación», entendido no con una simple acceptio pasiva de conocimientos infundidos por Dios sino como un juicio sobrenatural (con o sin «representaciones» sobrenaturales) emitido por el espíritu soberanamente activo del hombre bajo la luz del Dios», ibídem, 60.
  4. La inspiración, por su parte, se define así:
    «Muy distinto del precedente es el carisma de la inspiración el cual vendrá a dirigir toda la actividad práctica de comunicar las verdades obtenidas en la revelación. Iluminará también los juicios, no ya de conocimiento especulativo como en la “revelación” [...], sino los juicios especulativo-prácticos y prácticos, es decir los que dirigen la ejecución concreta de la obra en conformidad con el fin perseguido y con las reglas del arte que conducirán esta ejecución hasta la realización última»[1].[1] Ibídem, 60. Y añade: «Esa misma intima correlación entre los dos carismas [revelación e inspiración] es lo que producirá de parte de Dios esa interacción de los juicios especulativos y prácticos (...) de donde se seguirá una enseñanza de la verdad determinada y regulada por la intención concreta del libro».

    Es relativamente clara la finalidad de los matices de Benoit[1]. Quiere tener la Biblia como vehículo de revelación y como inerrante. Sin embargo, para algunos autores la introducción del juicio especulativo-práctico confunde más de lo que aclara. Además, la inspiración se ha desplazado desde un carisma de conocimiento a un carisma de acción, la cual puede no hacer justicia al pensamiento de Santo Tomás que se estaba examinando[2]. La cuestión sigue abierta, entre otras cosas porque parece como si Benoit hubiera querido corregir malas lecturas de Santo Tomás, más que hacer una lectura de Santo Tomás. De todas formas, en una reflexión sobre la inspiración, las páginas del dominico francés no pueden pasarse por alto. No lo hicieron sus contemporáneos cuyas tesis examinaremos en el siguiente capítulo.[1] «Quizás la mejor manera de definir mi postura es situarla en relación a las dos tesis opuestas (...). A la tesis de Levesque le concedo que la inspiración se refiere esencialmente al juicio práctico (en el sentido amplio de “especulativo de acción” o “especulativo-práctico”). Pero niego que baste para garantizar la verdad divina de los juicios especulativos de origen natural y exijo una iluminación carismática de esos juicios. A la tesis contraria, prácticamente dominante hoy, le concedo la exigencia que acabo de exponer, de una iluminación de todo juicio especulativo enseñado; pero niego que sea preciso atribuirla al mismo carisma de inspiración, que de suyo no es especulativo». P. Benoit, «Revelación e inspiración según la Biblia, en Santo Tomás y en las discusiones modernas», 60.[2] Cfr, G. Aranda, «Acerca de la verdad contenida en la Sagrada Escritura (Una “quaestio” de Santo Tomás citada en la Const. “Dei Verbum”)», 393-395.
  5. 13. La inspiración
    de la
    Sagrada Escritura ¿Cuál es el carisma del hagiógrafo y cuál
    es su lugar?
    En los capítulos anteriores se han visto las primeras explicaciones de la inspiración nacidas de la especulación medieval, y, sobre todo, de la unión de las formas recogidas de la escolástica con las afirmaciones del Magisterio de la Iglesia del siglo XIX. También se ha visto, al estudiar las tesis de P. Benoit, cómo los estudios bíblicos habían renovado las explicaciones de la inspiración. Esto mismo se puede aplicar a las otras explicaciones que han visto la luz en los últimos cincuenta años.
  6. 1. La
    inspiración, carisma del lenguaje. Luis Alonso Schökel
    El profesor del Pontificio Istituto Bíblico, en los años del Concilio Vaticano II, sugirió en algunos de sus escritos nuevas maneras de entender la inspiración de la Escritura[1]. Para Schökel, la teología de la inspiración nacida del Magisterio y de la especulación escolástica había situado composición de la Escritura en un marco de categorías metafísicas y psicológicas —causalidad instrumental, iluminación e inerrancia, etc.— que no eran el suyo. La Escritura tiene que ver con el lenguaje, y, por tanto, la explicación de la acción de Dios y de los hagiógrafos tiene que hacerse mirando más al ser y a las formas del lenguaje. Si tenemos esto presente, la verdad de la Escritura probablemente no habrá que concebirla en relación con los juicios —atemporales, absolutos, infalibles—, sino trasladarla a la verdad como desvelamiento que se realiza en el lenguaje, en concreto a través del lenguaje literario, creativo.[1] Su teoría se esbozó ya en «Preguntas nuevas sobre la inspiración», Estudios Bíblicos (1955) 273-290; la expresión más completa se encuentra en L. Alonso Schökel, La palabra inspirada, Herder, Barcelona 1964. Sigue sosteniendo tesis semejantes en L. Alonso Schökel, J.M. Bravo, Apuntes de hermenéutica, Trotta, Madrid 1994.

    Para ello examina las circunstancias que dan lugar a la especulación teológica, y las formas de composición de los textos. Respecto de la especulación teológica, dice, en primer lugar, que es necesario recordar los dos aspectos que entran en la discusión: «texto inspirado» y «autor inspirado». Ambos están fundados en los dos textos clásicos del Nuevo Testamento a propósito de la inspiración: uno de ellos se refiere a los autores —«movidos por el Espíritu Santo, algunos hombres hablaron en nombre de Dios» (2 Pe 1,20)— y el otro refiere a la obra: «toda la Escritura está inspirada por Dios» (2 Tm 3,16). ¿Cuál de las dos afirmaciones es más importante? Los Santos Padres prefieren la fórmula «Escritura inspirada», como también el Nuevo Testamento cuando cita el Antiguo, y como los comentadores medievales cuando aplican la teoría de «los cuatro sentidos de la Escritura» no a los autores sino a los libros sino a las obras. La misma definición del Concilio Vaticano I toma como objeto los libros, los cuales «son sagrados y canónicos..., porque escritos bajo la inspiración del Espíritu, tienen a Dios por autor y como tales han sido consignados en la Iglesia». En cambio, la especulación teológica del último siglo ha estado centrada en el carisma profético —destacando en él el aspecto psicológico de la inspiración—, es decir, ha estado centrada en la mente del autor «con un exclusivismo peligroso». Por lo tanto, dice, «conviene equilibrar la puesta a punto del aspecto psicológico con otros más literarios (...). En orden de importancia y de intención se han colocado siempre en primer lugar las obras y todo el esfuerzo de los autores y su vocación ha quedado subordinada a las obras»[1]. Con su propuesta de la composición de una obra literaria quiere explicar cómo se puede mantener la inspiración en ambos lugares.[1] La palabra inspirada, 220.
  7. Ahora bien, ¿cómo concibe y realiza un autor una obra, dando lugar a una realidad nueva? Lo cierto es que los modos son muy variados, tanto en lo que nos dicen los poetas y escritores sobre el modo con que conciben sus propias obras como en lo que podemos intuir que hicieron los escritores sagrados[1]. Pero en unos y en otros podemos ver que se da un mismo proceso creativo que se puede aplicar también a la composición de la  Escritura inspirada[1] La Biblia deja notar las diferencias entre la inspiración de un gran poeta como Oseas frente aun sencillo artesano del lenguaje como es el autor del Salmo 119. Se pueden ver también en ella grandes imágenes como sucede en Jeremías 1,11-12, o simples salmos de imitación, como el Salmo 29; en definitiva, andes intuiciones que se hacen obra genial y trabajos cuidadosos que hasta parecen toscos.
    • Recogida de materiales. La materia de la que se compondrá la obra puede venir de una experiencia vital, de un conjunto de expresiones propias o ajenas, ya sean dictadas por un conocimiento original del autor, o por una información que se recibe o por materiales literarios preelaborados con los que cuenta. En rigor, todo esto no pertenece al proceso creativo; por tanto, no cae necesariamente bajo la inspiración bíblica.
    • Intuiciones generalizadoras. La intuición generalizadora señala el verdadero momento inicial de la obra literaria. Es como una fuente de energía que va dando vida a todos los materiales, pone en movimiento e ilumina todo el proceso a seguir hasta llegar a la obra escrita. Dicha intuición tiene lugar en los autores sagrados bajo la inspiración de Espíritu Santo y es reveladora de una realidad (literaria), aunque todavía no lo sea en forma de proposiciones. Obviamente, la verdad de esta intuición no debe juzgarse bajo el signo del sí o el no —es verdad vs. no es verdad­—, sino bajo el aspecto de la novedad reveladora que se manifiesta.
    • Ejecución. Es la fase que sigue a la intuición. Aquí el lenguaje toma forma escrita. Es el proceso de realización o ejecución literaria puesto en marcha por el impulso interno. Todo este proceso es un momento creativo que debemos considerar como desarrollado bajo la acción del Espíritu. En consecuencia, no sólo está inspirado el autor, está también inspirado el texto: la inspiración bíblica es esencialmente un carisma del lenguaje.

    Y ¿cómo juzgar la verdad de la Escritura? A tenor de lo examinado, y considerando por ejemplo el lenguaje en las funciones que le atribuimos desde Platón hasta hoy, en los textos bíblicos, como en cualquier texto encontramos, por ejemplo: a) el lenguaje tiene una función informativa. Por tanto, los escritos sagrados ofrecen una revelación objetiva sobre realidades y acciones. La inspiración tiene entonces como objeto la manifestación  de los datos revelados; b) el lenguaje tiene una función expresiva. Por tanto los escritos ofrecen una revelación acerca de la persona que lo emite, es decir, sobre Dios. La inspiración se dirige entonces a ofrecer una revelación de Dios mismo; c) finalmente, el lenguaje tiene también una función apelativa. Por tanto, los escritos sagrados ofrecen también el aspecto dinámico de la revelación: dirigen la respuesta del lector. La inspiración se orienta aquí hacia la fuerza de la comunicación.

    Como se puede colegir de este resumen, las intuiciones de Alonso Schökel sirven adecuadamente para lograr el propósito que se planteó en el inicio: decir que la inspiración es algo más, o quizás algo distinto, de una luz para escribir una verdad que hay que creer. Sin embargo, también es verdad, que para explicar cómo la Escritura es palabra de Dios y no palabra humana escrita bajo la luz del Espíritu Santo parece que se necesita algo más. Dicho en términos modernos, la explicación parece muy adecuada si estamos en el ámbito semántico (poético) de los textos, pero debe completarse con una explicación de corte pragmático (retórico). Schökel, al tratar de la veracidad de la Sagrada Escritura, apunta al final a Jesucristo. Los textos aparecen en lo que son, en su dimensión poética, pero sólo cuando Jesucristo afirma sus contenidos -o no los niega- se hacen autoritativos para los fieles[1].[1] Para otras virtudes de las tesis de Alonso Schökel, cfr A. Levoratti, «La inspiración de la Sagrada Escritura», en A. Levoratti y otros (eds), Comentario Bíblico Latinoamericano, Verbo Divino, Estella 2003, 3-42.
  8. 2. La
    dimensión social de la inspiración

    En todo lo que se ha examinado hasta el momento, se ha podido ver que, hasta finales del siglo XIX, la tesis que dominó la explicación de la inspiración fue la de la comunicación: un escrito bíblico es resultado del dictado y la escucha de las sugerencias de Dios; la Biblia se concibe pues como algo que viene  del cielo a los hombres. Desde Providentissimus Deus, el modelo pasó a ser otro: el escritor que, asistido por la luz del Espíritu Santo, juzga lo que ha visto y lo pone por escrito. Ya se ha visto la convivencia entre las dos tendencias: los teólogos, en general, se decantaban por la explicación de Franzelin, la de la sugerencia de Dios, los exegetas, en cambio, solían seguir la teoría de la iluminación de Lagrange.

    La renovación de la exégesis crítica supuso un cambio de paradigma. El examen atento de la Sagrada Escritura puso de manifiesto que muchos libros de la Biblia son normalmente resultado de una larga elaboración -que, en ocasiones, duró varios siglos- con añadidos, retoques, etc. No se pueden atribuir sin más a un autor sino que muchas veces tienen varios autores. Además, la mayor parte de los libros son anónimos. Y esto porque los escritores sagrados no se consideran más que portavoces de la comunidad. No son tanto unos inventores, como unos transmisores. La estética del genio fue sustituida por el compromiso social. Los autores bíblicos, se decía, no pueden pensarse como unos creadores excepcionales, cuyas genialidades admiran los demás miembros de la comunidad. En el pueblo de Israel, y en la Iglesia, es más importante la Historia —qué es lo que ocurrió— que la historiografía: quién lo cuenta.

    En estas condiciones, algunos autores subrayaron lo que se denominó la dimensión social de la inspiración[1]. La inspiración, decían, hay que concebirla en estrecha relación con los demás carismas que se dan en la vida del pueblo de Dios: sea Israel, sea la Iglesia. El escritor tiene un lugar en el organismo social. Sin confundir la inspiración de la Escritura con la inspiración colectiva, y sin limitarse tampoco a la idea de una comunidad creadora pero amorfa, hay que pensar la inspiración en términos más dinámicos que los de un autor que en su mesa escribe una carta con «tinta y cálamo» (2 Jn 1,12). Hay que pensar menos en la psicología del hagiógrafo y más en la sociedad de la que forma parte. El mismo hecho del anonimato de los textos bíblicos nos impide pensar en los autores como meros creadores de cosas nuevas; hay que concebirlos más bien como miembros de un grupo, por tanto, con una función social: son portavoces de unos sentidos que pertenecen a la comunidad. Eso significa que, en la explicación de la inspiración de la Sagrada Escritura, habrá que pensar menos en la persona del hagiógrafo y más en la articulación del pueblo de Dios y de la Iglesia. Es lo que tienen presentes las tesis de Grelot, Rahner y otros autores modernos.[1] Son fundamentalmente: R.A.F. MacKenzie, «Some Problems in the Field of inspiration», Catholic Biblical Quaterly 20 (1958) 1-8; J.L. McKenzie, «The Social Character of Inspiration», Catholic Biblical Quaterly 24 (1962) 115-124; y D.J. McCarthy, «Personality, Society and Inspiration», Theological Studies 29 (1963) p. 553-576. Puede verse también, M. Adinolfi, «Aspetti comunitari dell’ispirazione», Rivista Biblica 14 (1966) 180-199.
  9. 3. La
    inspiración, carisma para transmitir por escrito la palabra de Dios. Pierre
    Grelot

    Muchos de estos motivos están de alguna manera presentes en el volumen de Pierre Grelot, La Biblia, Palabra de Dios. Introducción teológica al estudio de la Sagrada Escritura[1]. Hay varias notas que pueden ayudarnos a entender las tesis que sostiene Grelot en el volumen. En primer lugar, hay que darse cuenta de que estamos ante un manual de «Introducción a la Sagrada Escritura». Por ello, Grelot tiene presentes -y repasa en su volumen- las tesis que le precedieron, y que estamos resumiendo en las últimas páginas. Además, Grelot tiene también a la vista los datos de la investigación bíblica que muestran que cada libro bíblico -especialmente en el Antiguo Testamento- no es obra de una sola pluma: la mayor parte de los libros de la Biblia reflejan una mezcla de estilos, en muchos parece que hay añadidos, etc. Por tanto, si un libro se ha ido haciendo poco a poco, es preciso hablar de muchos «autores inspirados», la inspiración es un todo. Ahora bien, ¿cómo explicarla? Aquí está el segundo punto importante: el título del libro ofrece la clave. Grelot enfoca la inspiración, quizás por primera vez en la historia del tratado, desde la teología bíblica de la Palabra de Dios. La Palabra de Dios que tiene un matiz más dinámico que la palabra escrita e incluso que la palabra como vehículo de un significado. La Palabra de Dios entra en la historia de los hombres y se transmite a las generaciones sucesivas. ¿Cómo explicar la Palabra de Dios presente de la Sagrada Escritura? Grelot sigue la intuición de Benoit de los carismas y se propone examinar los carismas concernientes a la Palabra de Dios. La inspiración será un carisma, pero no un carisma aislado, sino relacionado con otros carismas del Antiguo y Nuevo Testamento que se refieren a la creación y conservación de la Palabra de Dios[2]. ¿Cuáles son estos carismas?[1] P. Grelot, La Bible, parole de Dieu, Desclée, Paris 1965. Hay versión española, La Biblia, Palabra de Dios. Introducción teológica al estudio de la Sagrada Escritura, Herder, Barcelona 1968, por donde citamos. En una reflexión posterior, Grelot resumía lo que consideraba los avances más sobresalientes desde la publicación del estudio de Rahner. A decir verdad, no eran muchos: P. Grelot, «Dix propositions sur l’inspiration scripturarire», Esprit et Vie 96 (1986) 97-105.[2] La Biblia, Palabra de Dios, 82ss.

    • 1) En primer lugar, parece claro que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento hay un carisma de conocimiento referido a la Palabra de Dios. Es el caso del profeta en el Antiguo Testamento y del apóstol en el Nuevo. Moisés, los Profetas, San Pablo, etc., reciben la revelación de Dios y la proponen como Palabra de Dios.
    • 2) Pero, hay otros carismas relacionados con la Palabra de Dios. En el Antiguo Testamento, además de los profetas, nos encontramos, por ejemplo, con los ancianos, que participan del espíritu de Moisés y son asimilados a los profetas (Nm 11,16-25), los sacerdotes, los cantores, y más tarde los maestros de sabiduría: todos estos enseñan y transmiten la palabra de Dios. Estos hombres transmiten, enseñan, proponen, conservan la Palabra de Dios. Para ellos, propone un carisma funcional de transmisión de la palabra de Dios, pues no tienen el carisma profético en sentido estricto, sino que participan de él en cierta medida. Y una cosa semejante se puede decir a propósito de los doctores, los maestros, los profetas o los evangelistas del Nuevo Testamento. Tienen el carisma funcional de enseñar, guardar, proponer en la tradición la revelación recibida por otros.
    • 3) Es en relación con estos dos tipos de carismas como deberíamos entender el tercero, el «carisma escriturario», es decir, el de quienes escriben los libros sagrados para transmitir la palabra de Dios por escrito. El carisma escriturario se debe definir de manera distinta según tratemos de un carisma de creación o de un carisma de conservación de la palabra de Dios. En el caso de los carismas de creación de la palabra de Dios -profetas y apóstoles-, el carisma de la inspiración no hace sino prolongar por escrito la locución, porque, al fin y al cabo, ¿qué diferencia hay entre decir las cosas en voz alta o ponerlas por escrito? En cambio, en el caso de los textos que provienen de carismas funcionales, la inspiración debe asignarse a un nuevo carisma, también de orden funcional y social, dirigido a la transmisión de la palabra de Dios por escrito a la comunidad de salvación. ¿Y cuál es la acción de Dios en este carisma en especial en lo que se refiere al lumen de la revelación? Grelot sigue aquí, en general, las tesis de Benoit, pero apunta[1] un aspecto interesante: ya que los autores sagrados que no son profetas o apóstoles no aportaron revelaciones nuevas, sino que transmitieron la palabra de Dios, no es necesario aplicarles la iluminación propia del carisma de profecía; en cambio, es posible pensar para ellos en un «instinto profético» del que habla Santo Tomás (II-II, q. 171, a. 5), que es una iluminación más discreta.[1] Cfr ibidem, 107ss.

    La tesis de Grelot, como se puede ver, es sugerente pues compone perfectamente lo que dicen los textos sagrados sobre sí mismos en relación con la Palabra de Dios con lo que la especulación teológica había aportado desde las tesis de Santo Tomás. Sin embargo, lo mismo que en el caso de Benoit, la Escritura acaba por entenderse únicamente como conservadora de la palabra de Dios que se dio en el pasado, pero no como Palabra de Dios en el presente de Cristo y de la Iglesia.
  10. 4. La inspiración, carisma de la Iglesia naciente según K.
    Rahner

    Pasamos ya a la aportación de Karl Rahner[1]. Para muchos autores, su explicación de la inspiración de la Sagrada Escritura es la más singular, y la más novedosa, que se ha dado en los últimos años[2]. La explicación de Rahner cambia el paradigma recibido, que acentuaba la iluminación del hagiógrafo, y relaciona más directamente la inspiración de la Escritura con la Iglesia y con el canon de los libros sagrados. Como con casi todos sus escritos, los extremos de su teoría han sido bastante matizados, pero un motivo forma ya parte del patrimonio de la teología católica contemporánea: si la Escritura pertenece a la Iglesia, la inspiración hay que entenderla como aquello que permite que la Escritura sea un libro para la Iglesia, y un libro de la Iglesia. Para entender esto es necesario antes especificar dos presupuestos previos: uno referido al objetivo de Rahner y otro que pertenece más bien al modo de hacer teología.[1] Originariamente (1956), Rahner dictó una conferencia, que en 1958 amplió con el formato de un breve libro: Über die Schriftinspiration. Hay una versión española, traducida desde la cuarta edición alemana de 1964: K. Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura, (Quaestiones disputatae) Herder, Barcelona 1970, por donde citaré. En otros escritos posteriores trata de nuevo de la inspiración: K. Rahner, «Inspiración», en H. Fries (ed.), Conceptos fundamentales de Teología II, Cristiandad, Madrid 1966, 386-398; K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristianismo, Herder, Barcelona 1979. [2] J. Beumer, La inspiración de la Sagrada Escritura, 70. Cfr también A. Vanhoye, «La recepción en la Iglesia de la Constitución Dogmática Dei Verbum», en J. Ratzinger y otros, Escritura e interpretación. Los fundamentos de la interpretación bíblica, Palabra, Madrid 2004, 147-173; B. Sesboüé, «La canonisation des Écritures et la reconnaissance de leur inspiration. Une approche historico-théologique», Recherches de Science Religieuse 92/1 (2004) 13-44. También hace notar la mayoría que la tesis debe completarse; cfr H. Gabel, «Inspiration und Wahrheit der Schrift (DV 11): Neue Ansatze und Probleme im Kontext der gegenwartigen wissenschaftlichen Diskussion», 64-84.

    El objetivo de Rahner, como él mismo dice al comienzo de su trabajo, es explicar la expresión «Dios, autor de la Escritura», tal como ha sido formulada por el Magisterio de la Iglesia[1]; en concreto, quiere dar cuerpo a la afirmación: «Dios es el creador literario de la Escritura, su autor»[2]. Pero la Escritura es palabra de Dios y palabra humana. Por tanto, hay que explicar también el modo con que «la acción del autor divino reclama precisamente la condición del autor humano, y no sólo la tolera; no ayudaría al autor divino un autor humano reducido a la condición de amanuense»[3]. De ese modo, se podrá dar un contenido material a la inspiración que se derive de lo revelado por Dios, y no de unas categorías psicológicas que pertenecen más bien a la imaginación.[1] Su trabajo, dice, «no nace directamente de los datos de la Escritura y de sus propias declaraciones sobre la inspiración, sino de la doctrina de la inspiración según está establecida en sus fundamentos por el Magisterio y explicada más tarde y desarrollada por los teólogos»; K. Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura, 10.[2] K. Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura, 17. Rahner se vale de la diferenciación léxica que permite el alemán entre Urheber (autor creador) y Verfasser (autor compositor, escritor, redactor). Obviamente, en relación con los libros de la Sagrada Escritura aplicará a Dios la denominación de Urheber, pero no la de Verfasser: «Respecto del peculiar carácter de los libros bíblicos, Él puede ser su autor, pero no escritor», «Dios es autor literario de la Sagrada Escritura», Ibídem, 18, nota 3.[3] Y lo apoya con un argumento cristológico: «de la misma manera que la libre espontaneidad de la humanidad de Cristo no quedó disminuida por su asunción por el Logos Divino, sino más bien elevada por ella a un grado de vitalidad supremo y por otra parte inalcanzable (...), la inspiración divina libera la individualidad humana en lugar de coartarla», ibídem, 19, nota 5.

    Para situar esta afirmación, hay que tener presente también un modo teológico continuamente presente en Rahner: no hay obra de Dios en la historia de la salvación que no sea también acción humana[1]. En esa historia se nos muestra que Dios desea la salvación de todos los hombres en Jesucristo, y por eso quiere y crea a la Iglesia: «Dios quiere la Iglesia y la pone en práctica. La quiere de un modo absoluto. Desea su existencia en una predefinición formal, y además en el conjunto de la historia de la salvación; primeramente porque su designio de la Encarnación del Logos, elaborado absolutamente por Dios y con anterioridad a toda libre decisión humana que pudiera motivarla, incluye dentro de sí la fundación de la Iglesia. (...). La Iglesia procede de una voluntad de Dios (voluntad se entiende aquí como un acto determinado, no simplemente como potencia), voluntad que es absoluta, anterior a toda acción libre del hombre, incluyendo, sin embargo, esa libertad en sí misma»[2].[1] K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristianismo, 176-177. Rahner distingue tres tipos de actuaciones ad extra de Dios: 1) Las que preceden a la libre actividad humana sin englobarla; por ejemplo, la creación. 2) Las que preceden a la actividad humana, pero incluyéndola, aunque sin apropiársela; por ejemplo, los actos que habrán de ser realizados libremente por los humanos. 3) La actividad predifinitoria de Dios que precede e incluye en sí la acción humana, y, más aún se apropia de esta acción de modo que sin dejar de ser genuinamente humana puede ser predicada de Dios como algo que le pertenece. Estas son las obras de Dios en la historia de la salvación: «las obras de la historia de la salvación pertenecen a Dios de una forma distinta y más alta que las obras de la naturaleza. En éstas Dios maneja el mundo (histórico), en aquéllas maneja dentro del mundo su propia historia», K. Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura, 51.[2] K. Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura, 49-50.

    Ahora bien, la Iglesia se nos presenta en dos fases: la iglesia primitiva, esto es, la iglesia apostólica, y la iglesia post-apostólica[1]: «con Jesucristo, tal como es anunciado y está presente en la predicación apostólica, ha tenido lugar la autorrevelación divina absoluta y definitiva, que solamente será superada por la manifestación del mismo Dios en la visión inmediata como consumación de la gracia de Cristo. En este sentido la “revelación” concluyó con la muerte de los apóstoles, es decir, con el fin de la era apostólica o con la Iglesia primitiva (...). La revelación cristiana que con la Iglesia primitiva se nos presenta definitiva y completa, está fijada para todos los tiempos y todos los pueblos»[2]. Desde entonces, todo lo que sigue realizándose por Jesucristo tiene carácter de anámnesis, de referencia a ese momento consciente y existencial que lo inaugura y abarca todo.[1] Las dos fases se ven en los textos del Nuevo Testamento. La primera, la de los testigos: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos a propósito del Verbo de la vida» (1 Jn 1,1-2); la segunda, la de quienes reciben el testimonio: «A quien amáis sin haberlo visto; y en quien, sin verlo todavía, creéis y os alegráis con un gozo inefable y glorioso» (1 P 1,8).[2] K. Rahner, «Inspiración», 393. «La Iglesia apostólica desempeña una función única e irremplazable para todo el resto de la historia de la Iglesia», K. Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura, 53.

    Esto quiere decir que Dios estableció a la iglesia primitiva no sólo como la primera, sino como fuente: «Dios debió predefinir formalmente a la Iglesia primitiva en su fe como fuente y norma de la fe de los tiempos posteriores»[1]. Por esa razón, descubrimos en la Iglesia primitiva un conjunto de acontecimientos -los conflictos en Jerusalén, las aberraciones en Tesalónica o Corinto, etc.- que no le pertenecen a ella, a su naturaleza realizada, pero que sirven para que la Iglesia pueda autodelimitarse, poseer un canon tangible inequívoco como norma para la Iglesia de todos los tiempos: «el punto culminante de la facultad de la Iglesia de autoposeerse, contrastándose con sí misma, debe darse allí donde la Iglesia no solamente se mide a sí misma, sino que produce actualmente la norma por la cual ha de medirse»[2]. Y ésa es también la razón de la Escritura: si Dios crea a la Iglesia primitiva como norma, como «la obra cualitativamente única de Dios y el origen permanente, canónico para la Iglesia posterior»[3], la crea con sus elementos constitutivos esenciales, entre los que está la Escritura: «Dios establece también la Escritura entre los elementos esenciales de la Iglesia apostólica según su voluntad libre pero objetivamente inteligible. Los hechos expresados en esta afirmación no pueden ponerse en tela de juicio. En efecto, a) existe la Sagrada Escritura, y b) ella es esencialmente un libro de la Iglesia; ella es reconocible como Sagrada Escritura sólo a través de ella, ella ha sido dada para la Iglesia, solamente ésta puede interpretarla y actualizar su íntima naturaleza»[4]. Por eso, «la predefinición divina recae sobre los libros que como tales y en cuanto tales son un elemento constitutivo de la objetivación de la fe normativa de la primera Iglesia»[5].[1] K. Rahner, «Inspiración», 394. «Dios entonces como fundador de la Iglesia guarda una relación única, cualitativamente instransferible con la primera generación de la Iglesia (...). El hecho de la fundación de la Iglesia es en último término cualitativamente distinto del de su conservación», K. Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura, 55.[2] K. Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura, 59.[3] Ibídem, 59.[4] Ibídem, 60. «Ello significa que a la Escritura desde su primer principio le compete también aquella función fundamental que nosotros, en términos generales hemos adjudicado a la Iglesia apostólica en contraste con la Iglesia subsiguiente: ella no es solamente la primera fase en el tiempo, sino también la norma para la futura Iglesia. Y ahora lo vemos con mayor claridad: ella es esto precisamente a través de la Escritura», ibídem, 61.[5] K. Rahner, «Inspiración», 395.
  11. De todo esto se puede concluir con la conocida tesis sobre el origen y el autor de la Sagrada Escritura:
    «Por cuanto Dios quiere y crea la Iglesia apostólica con voluntad absoluta, formalmente predefinidora, salvífica y escatológica, y con ello desea y crea también sus elementos esenciales, Dios quiere y crea la Escritura de tal forma que se convierte por medio de la inspiración en su originador y autor. Hay que considerar el término “por cuanto”. La Escritura no se produce meramente “con ocasión de” o “durante el curso de” la realización divina de la Iglesia apostólica; más bien la inspiración divina es un momento intrínseco en la formación de la Iglesia apostólica y de este hecho deriva su carácter peculiar (...). La inspiración de la Escritura no es nada más que la fundación divina de la Iglesia en cuanto que se aplica precisamente a ese constitutivo esencial de la Iglesia apostólica que es la Escritura»[1].[1] Ibídem, 63. Hay que entender bien las expresiones de Rahner. No dice que Dios haya creado a la Iglesia y la Iglesia haya creado su Escritura sagrada. La afirmación es que al crear la Iglesia la crea con la Escritura, que es también obra de la Iglesia. Hay que tener en cuenta que «si se concibe la Escritura como manifestación de Dios (como autor) a la Iglesia, entonces no sería a priori imposible que esta manifestación adquiriera una dimensión autónoma frente a la Iglesia», K. Rahner, «Inspiración», 396. En otro lugar define con más precisión la noción de Dios autor: «Dios quiere y realiza la Escritura como un elemento constitutivo en la fundación de la Iglesia apostólica, con una formal predefinición que se da dentro del ambiente de la historia de la salvación y de un orden escatológico, porque es éste el modo como quiere y efectúa la existencia de la Iglesia apostólica y precisamente en cuanto lo es. Pero el que produce un libro de este modo es su autor en sentido propio, porque en nuestro limitado lenguaje humano no hay otra palabra que autor para designar tal tipo de influencia sobre la realización de un libro (...). Dios es pues el autor de los libros del Nuevo Testamento», K. Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura, 70-71.

    Estas afirmaciones explican muy bien la acción de Dios autor, también en el plano categorial, de los escritos sagrados. Las acciones humanas, que hay que recordar que en la tesis de Rahner son acciones de las que se apropia Dios, son las discernibles en la historia: puede afirmarse que la Iglesia apostólica era consciente de poseer escritos -cartas, relatos, etc.- que tenían el «carácter normativo de un testimonio definitivamente valido de su fe: fe que descansa sobre la base del kerygma apostólico (cfr Lc 1,1-4, etc.)»[1]. Estos escritos son palabra objetivada de la Iglesia, y la Iglesia los interpreta. No son escritos que Dios da a la Iglesia de manera independiente a su misma constitución. Si fuera así, se introduciría una instancia externa autónoma respecto de la Iglesia: estaríamos cerca de doctrina de la sola Scriptura. Pero no es así. Dios crea esos libros en la Iglesia a través de sus miembros y la Iglesia lee e interpreta esta palabra suya autoritativamente. Esto supone también la posibilidad por parte de la Iglesia de reconocerlos[2].[1] K. Rahner, «Inspiración», 394.[2] Esto es, en relación con el canon, lo que al final explica la inspiración de los libros del Antiguo Testamento: «en la medida en que Dios produce para la Iglesia el Antiguo Testamento como una auténtica cristalización de su prehistoria y de su experiencia con Dios y de sus relaciones con los hombres en esa prehistoria, Dios inspira el Antiguo Testamento y se convierte en su autor», K. Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura, 68.

    Estas últimas afirmaciones relacionan inmediatamente la inspiración de la Sagrada Escritura con la canonicidad de tales escritos. Si la revelación quedó cerrada en la época apostólica, los límites del canon también quedaron marcados ahí: el contenido y la amplitud del canon quedaron revelados antes de la muerte del último apóstol: después no hay revelación pública eclesiástica sino reflexión, explicación, delimitación del dato revelado[1]. Es claro que en el hecho del carácter normativo de la Iglesia primitiva está también implícita la capacidad de reconocer la inspiración de los escritos sagrados. Cuando la Iglesia reconoce «un escrito apostólico como expresión legítima de la fe de la Iglesia primitiva y lo admite como perteneciente a la tradición diferenciándolo de otras objetivaciones no tan puras de aquella fe, entonces puede afirmar absolutamente que tal escrito está inspirado»[2].[1] «La canonicidad presupone la inspiración del libro atestiguándola para la Iglesia. Hay también una relación de dependencia en sentido inverso. Sin querer involucrar a la canonicidad como un elemento intrínseco en el concepto de inspiración, podemos afirmar que la inspiración en un sentido pleno se da sólo cuando está auténticamente atestiguada, esto es, cuando es canónicamente reconocida. Dios no escribe ningún libro para sí. (...) La inspiración tiene sentido cuando se le añade la canonicidad», ibídem, 64-65.[2] K. Rahner, «Inspiración», 397. «La Iglesia llena del Espíritu Santo reconoce por connaturalidad que un escrito está concorde con su naturaleza. Si al mismo tiempo se percata de que es también algo apostólico, esto es, una parte vital de la Iglesia apostólica en cuanto tal, entonces es eo ipso inspirado y conscientemente reconocido como tal; sin embargo, este conocimiento reflejo puede tener lugar en un tiempo posterior y no tiene por qué ser idéntico con el sentido original de la revelación y ni siquiera simultáneo con él. De este modo se abre una genuina posibilidad para la historia del canon. Mientras sigamos imaginando para la Iglesia la conciencia de la canonicidad como el testimonio explícito y directo por parte de un apóstol no seremos capaces de comprender por qué tuvo que pasar tanto tiempo hasta que la canonicidad de muchos escritos fuera finalmente aceptada», K. Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura, 85.

    En esta condiciones se puede matizar más ya la afirmación de Dios autor de la Escritura y también el hagiógrafo autor: «Dios no quiere (intentione prima et per se) ser un escritor; lo es porque lo que quiere no puede quererlo sin que se realice. Su propósito primero y último solo puede realizarse convirtiendo al ser humano en autor. (...) El escritor humano quiere verdaderamente para sus adentros escribir un libro, y que él lo quiera así es lo que en última instancia proyecta Dios. Dios quiere el establecimiento de una comunidad de salvación sobrenatural e histórica, objetivándose a sí misma (y así obteniendo la plenitud de su propia realización) en un libro»[1]. ¿Cómo se realiza la acción de Dios? «La inspiración requiere solamente que Dios, cuando quiere la producción de un determinado libro, influya sobre el autor humano con una influencia tal que garantice a éste que concibe y enjuicia de un modo correcto y efectivo lo que debe escribirse (iudicium speculativum et practicum), y se decida efectivamente a escribir lo que así había concebido y ejerza actualmente esa decisión»[2]. Y, finalmente, el autor humano tiene que proponer su palabra como palabra de Dios: ¿se da esto en la Escritura?: «Un escritor neotestamentario, según nuestra teoría, pudo permanecer inconsciente de su propia inspiración en el sentido de que no tuvo que declarar expresamente que él escribiera esta parte de la obra bajo la influencia de Dios. Sin embargo, pudo albergar la conciencia concomitante de una especial inspiración por parte de Dios»[3].[1] K. Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura, 75. En este sentido es en el que Rahner afirma que el concepto de causa instrumental aparece no como falso pero sí como superfluo. K. Rahner, «Inspiración», 393.[2] K. Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura, 72[3] Ibidem, 79-80.

    Las páginas de Rahner son las últimas que han abordado con seriedad y amplitud el tema de la inspiración de la Sagrada Escritura en relación con la revelación. La obra de Benoit, Grelot, Alonso Schökel y Rahner ha introducido un nuevo paradigma. En general, se puede afirmar que la explicación de la inspiración basada en el modelo profético queda desplazada por otra en la que la inspiración se dirige más a la transmisión de la revelación que a ser revelación originaria. Tal orientación, en los estudios bíblicos y deja su huella en el Concilio cuando no se mencionan los escritos sagrados hasta el capítulo II, cuando se habla de la transmisión de la revelación en la Iglesia[1]. Junto a esta pérdida de valor de esquema psicológico[2], se introduce una nueva valoración del canon y de la Iglesia.[1] La mejor explicación del cambio de paradigma conciliar (con una comparación entre el primer esquema de Dei Verbum y el resultado final) sigue siendo probablemente la de P. Grelot, «L'inspiratión del l'Écriture et son interprétation», en B.D. Dupuy [et al.], La révélation divine. Constitution dogmatique «Dei Verbum», Cerf, Paris 1968, 347-380. Obviamente el horizonte de la teología es mucho más amplio. Los mismos motivos, examinados desde el lado de la tradición, pueden verse en J. Ratzinger, «Ensayo sobre el concepto de tradición», en K. Rahner y J. Ratzinger, Revelación y tradición, Herder, Barcelona 1970 (orig. 1965), 27-76; especialmente significativo a este propósito es el apartado «Tesis acerca de la relación entre revelación y tradición».[2] Pero no la noción de causa instrumental para el hagiógrafo, que sigue teniendo vigencia, cfr B. Sesboüé, «La canonisation des Écritures et la reconnaissance de leur inspiration. Une approche historico-théologique», 40; T. Citrini, Identità della Bibbia, Queriniana, Brescia 1990, 115; A.M. Artola, «La inspiración bíblica en el documento sobre la Interpretación de la Biblia en la Iglesia», Scripta Theologica 27 (1995) 179-185.

    En las últimas décadas no han aparecido grandes novedades. La mayoría de los autores piensan que la teoría de Rahner completada puede ofrecer un buen punto de partida. Hemos tratado de eso en otro lugar[1]. Pero quizás se pueden ver las tesis de Santo Tomás con más atención y sacar de ahí provecho.[1] Sobre todo en V. Balaguer, “La economía de la Sagrada Escritura en Dei Verbum”, Scripta Theologica 38 (2006), 893-939; que completaba un texto anterior: “La economía de la palabra de Dios. A los cuarenta años de la Constitución Dogmática Dei Verbum”, Scripta Theologica 37 (2005) 380-405.
  12. 14. Explicación a
    partir del carisma de profecía de Santo Tomás
    ***tema 14***
  13. 1. La revelación profética
    En los capítulos anteriores hemos visto cómo la teología de la inspiración se quiso servir de las ideas de Santo Tomás. Sin embargo, cuando acudió al tratado De Prophetia de Santo Tomás se fijó únicamente en el «conocimiento profético» dejando de lado otros aspectos. Si se examina todo el tratado, se puede ver que, aunque Santo Tomás no trata expresamente de la inspiración de la Escritura, sí hay en su tratado material suficiente para proponer una explicación coherente.

    Santo Tomás trata de la profecía en las cuestiones 171-178 de la II-II de la Summa Theologiae. Las ocho cuestiones se titulan respectivamente: La esencia de la profecía (171), la causa de la profecía (172), el modo del conocimiento profético (173), las divisiones de la profecía (174), el rapto (175), el don de lenguas (176), el carisma del discurso (177), y el don de los milagros (178). Como el tratado es largo, resumo sólo los aspectos necesarios para el razonamiento.
  14. 1.1. Qué es la profecía
    En la q. 171, a. 1, dice que entiende por profecía no el anuncio de cosas futuras, sino la expresión de un conocimiento que viene de fuera del hombre. Por eso, en la profecía distingue tres elementos que desarrolla luego en el tratado: el conocimiento, el discurso y el milagro:

    «La profecía es primero y principalmente un conocimiento, porque los profetas conocen cosas que escapan al conocimiento ordinario de los hombres […]. La profecía consiste, secundariamente, en un discurso, en cuanto que los profetas anuncian, para edificación de los demás, las cosas que conocen por revelación de Dios, […]. Las cosas reveladas divinamente, y que están por encima del conocimiento humano, no pueden ser confirmadas por la razón humana, porque ésta no las alcanza sino por obra del poder divino […]. De ahí que, en tercer lugar, pertenezca a la profecía la realización de milagros, como confirmación del anuncio profético».

    Esta descripción se completa con algunos artículos -señala, por ejemplo, que la profecía no es un hábito permanente (171, a.2)- en los que trata diversos aspectos de la profecía. En los que se refiere a la Sagrada Escritura como revelación, como profecía, hay uno que resulta interesante. Se pregunta Santo Tomás si el profeta sabe que su conocimiento viene de Dios. Y contesta:

    «La mente del profeta es ilustrada por Dios de un doble modo: mediante una revelación expresa y mediante cierto instinto, que, a veces, recibe la mente humana sin saberlo, tal como dice San Agustín en II Super Gen. ad litt. Por consiguiente, el profeta posee máxima certeza sobre cosas que conoce expresamente por el espíritu profético y está seguro de las que ha recibido por revelación divina […]. De lo contrario, si el mismo profeta no tuviera certeza, dejaría de ser cierta la fe que se basa en la enseñanza de los profetas. […]. En cuanto a las cosas que conoce por instinto, a veces es incapaz de distinguir adecuadamente si las ha pensado por instinto divino o por su propio espíritu, puesto que no todo lo que conocemos por espíritu divino se nos manifiesta con certeza profética, porque ese instinto es algo imperfecto en el orden de la profecía» (q 171, a 5).

    La distinción es muy importante: para que haya profecía se exige la certeza de quien la pronuncia. Sin embargo, hay casos en los que el profeta puede dudar: no por eso lo que dicen deja de pertenecer a la profecía, sino que es algo imperfecto en el orden de la profecía[1].[1] De modo muy parecido en q 173, a 4: «En la revelación profética, la mente del profeta es movida por el Espíritu Santo como un instrumento imperfecto con respecto al agente principal. Y es movida no sólo a percibir algo, sino también a decir o hacer algo, unas veces a las tres cosas, otras a dos y otras a una sola de ellas. Y cada una de ellas se produce con algún defecto en el conocimiento, pues cuando la mente del profeta es movida para percibir alguna cosa, unas veces es movida para percibir sólo esa cosa y otras va más allá y conoce que eso le es revelado por Dios. Igualmente, a veces es movida la mente del profeta para hablar, de suerte que entiende lo que el Espíritu Santo intenta con sus palabras […]. Pero otras veces no lo entiende, como los soldados cuando repartían los vestidos de Cristo, que no sabían lo que aquello significaba. Por tanto, cuando alguien sabe que está siendo movido por el Espíritu Santo para proferir un juicio sobre algo, de palabra o de obra, se da profecía propiamente dicha. Pero cuando es movido sin que él lo sepa, entonces no hay profecía perfecta, sino instinto profético. Pero conviene tener en cuenta que la mente del profeta es un instrumento imperfecto, como ya dijimos, y los verdaderos profetas no conocen todo lo que el Espíritu Santo quiere significar en sus visiones, palabras o hechos».
  15. 1.2. ¿Qué es la inspiración?
    Y ¿cuál es la acción de Dios para que el profeta diga algo que viene de fuera de él? Santo Tomás la denomina «inspiración». Santo Tomás no es siempre preciso a la hora de utilizar los términos inspiratio y revelatio. Con todo, los conceptos sí son precisos. Dice en q. 171, a. 1 ad 5:

    «En la profecía es preciso que la mente se eleve a la percepción de las cosas divinas. […] Esta elevación de la atención se realiza bajo la moción del Espíritu Santo. [….] Después de que la mente se ha elevado hacia lo alto, percibe las cosas divinas. […] Por consiguiente, en la profecía se requiere inspiración en cuanto a la elevación de la mente [….]. La revelación se requiere para la percepción divina, en lo cual consiste la perfección de la profecía, y mediante ella se corre el velo de la oscuridad y de la ignorancia»

    Como señaló en su día P. Benoit, sobre este aspecto la especulación moderna sobre la inspiración de la Sagrada Escritura ha introducido confusiones que no están en Santo Tomás. La inspiración es una cierta elevación de la mente, necesaria para que Dios pueda revelar, o mejor, para que el profeta pueda comprender lo que Dios quiere revelar. Se necesita que Dios revele algo. El resultado de esa elevación y de la apertura de Dios es la revelación en la mente del profeta: Revelación e inspiración, son como dice Benoit las dos caras de la misma moneda.
  16. 1.3. Cómo es el conocimiento profético
    Hay que distinguir entre la profecía -que abarca lo dicho por Dios a los hombres- de la «revelación profética» o del conocimiento profético, que es la operación intelectual por la que el profeta conoce algo que se le revela como palabra de Dios. Santo Tomás trata de esto en las cuestiones siguientes. En la q. 172, Santo Tomás aborda la causa de la profecía que es obviamente Dios: si algo no viene de Dios, sino sólo del conocimiento humano, no se puede denominar profecía. Y con esto llegamos a la q. 173, que el la central: el modo del conocimiento profético, cómo comunica Dios esa sabiduría sobrenatural. Dice S. Tomás en el artículo 2:

    «Acerca del conocimiento de la mente humana conviene que consideremos dos cosas: la recepción o representación de las cosas y el juicio sobre las cosas representadas. Algunas cosas son representadas a la mente en especies. Y, según el orden natural, es preciso que estas especies se presenten primeramente a los sentidos; después, a la imaginación, y después, al entendimiento posible, el cual es afectado por las especies de las imágenes sensibles conforme a la ilustración del entendimiento agente. Y en la imaginación están no sólo las formas de las cosas sensibles en cuanto recibidas por los sentidos, sino que son transformadas de diversas maneras, bien a causa de alguna transmutación corporal, como sucede en los que duermen y en los furiosos, o bien en cuanto que el imperio de la razón dispone las representaciones en orden a lo que ha de ser comprendido. En efecto, así como de la distinta colocación de las letras resultan palabras nuevas, también de la distinta disposición de las representaciones resultan diversas especies inteligibles en el entendimiento. Por su parte, el juicio de la mente humana se produce mediante la luz intelectual.

    Ahora bien: por medio del don de profecía se confiere a la mente humana algo superior a su facultad humana en ambos casos, es decir, en cuanto al juicio, mediante el influjo de la luz intelectual, y en cuanto a la recepción o representación de las cosas, que se realiza mediante algunas especies. En cuanto a esto segundo, la doctrina humana puede parecerse a la revelación profética, pero no en cuanto a lo primero, puesto que el hombre representa a su discípulo algunas cosas mediante signos del lenguaje, pero no puede iluminarle, como hace Dios. De estas dos cosas, la primera es la principal en la profecía, porque el juicio completa el conocimiento. Por ello, si Dios ofrece a alguien la representación de cosas mediante semejanzas imaginativas, como hizo con el Faraón y con Nabucodonosor, o mediante semejanzas corpóreas, como hizo con Baltasar, no ha de ser éste considerado como profeta a no ser que su mente sea iluminada en orden a emitir un juicio, sino que tal aparición es algo imperfecto en el orden de la profecía. Sin embargo, será profeta con que tan sólo sea iluminado para juzgar incluso sobre las visiones imaginativas de otros, como en el caso de José, que explicó el sueño del Faraón […]. A veces se imprime una luz inteligible en la mente humana para que juzgue de un modo divino lo que otro ha visto, como se dice de José y como aparece claramente en los Apóstoles, a los que el Señor abrió el sentido para que entendieran las Escrituras, como leemos en Lc 24,45, y a este don pertenece la interpretación del discurso […]. Queda claro, por consiguiente, que la revelación profética se hace, a veces, sólo mediante el influjo de la luz, y otras veces mediante especies impresas de nuevo u ordenadas de otro modo» (q. 173, a 2).

    En el texto se percibe claramente que Santo Tomás distingue dos momentos en el conocimiento: la representación y el juicio. En los dos puede actuar Dios, pero sólo con el segundo, con el juicio sobre lo representado, se produce la verdadera profecía. Si sólo se recibe la representación estamos en el caso de la de una profecía imperfecta. Pero cuando se recibe la «luz en el juicio» estamos ante la profecía perfecta, aunque lo representado no venga de Dios sino de un conocimiento por vía natural. Santo Tomás pone a este respecto dos casos distintos y muy interesantes: José cuando interpreta el sueño del Faraón, y los apóstoles cuando interpretan las Escrituras.
  17. 1.4. Cómo es el conocimiento del hagiógrafo. Las divisiones y
    los grados de la profecía
    En las siguientes cuestiones trata Santo Tomás de las divisiones de la profecía y del rapto. Dos notas son aquí importantes. En la q. 174 a.2, se pregunta si la profecía con visión intelectual es superior a la que no lo tiene y, en el ad 3, contesta:

    «Pero si Dios infunde a alguien la luz intelectual, no en orden a conocer cosas sobrenaturales, sino para conocer a la luz de la certeza divina aquellas cosas que pueden conocerse mediante la razón humana, entonces tal profecía intelectual es inferior a aquella otra que va acompañada de una visión imaginaria que la conduce a la verdad sobrenatural. Es ésta la profecía que poseyeron todos los que se cuentan entre los profetas, los cuales se llaman especialmente profetas por haber desempeñado un oficio profético y haber hablado en nombre del Señor diciendo: Esto dice el Señor. No hacían esto los hagiógrafos, algunos de los cuales hablaban más frecuentemente de cosas que están al alcance de la razón, y no en nombre de Dios, sino en el propio, aunque ayudados por la luz divina».

    La nota es importante, porque Santo Tomás denomina hagiógrafos a los autores de los libros sapienciales -«hagiógrafos, que escribían bajo la inspiración del Espíritu Santo, como Job, David, Salomón y otros», q. 174 a.2 arg. 3- y, como se deduce de las últimas líneas del texto citado, los incluye bajo el carisma de profecía. Pero, genéricamente, esto se podría decir de todos los autores de los libros sagrados: todos, al final, escriben de lo que han visto y juzgado con la luz divina, aunque las visiones de los profetas tengan un origen superior.

    La otra cuestión importante es la que señala si hay grados en la profecía según el proceso del tiempo (q. 174 a. 6). Y contesta:

    «Como ya expusimos antes (a.2), la profecía se ordena al conocimiento de la verdad divina, por cuya contemplación no sólo somos instruidos, sino también gobernados en nuestras obras […]. Ahora bien: nuestra fe consiste principalmente en dos cosas. En primer lugar, en el conocimiento verdadero de Dios […]. En segundo lugar, en el misterio de la Encarnación de Cristo […]

    »Si hablamos de la profecía en cuanto que se ordena a la fe en la divinidad, creció según tres distintas etapas temporales: antes de la ley, bajo la ley y bajo la gracia. […] En cada una de estas etapas fue la primera revelación la más excelente, y la primera revelación anterior a la ley se hizo a Abrahán, en tiempo del cual empezaron los hombres a desviarse de la fe en un Dios único, dándose a la idolatría. Antes no era necesaria tal revelación, porque todos se mantenían fieles en el culto a un solo Dios. A Isaac se le hizo una revelación inferior, como fundada en la de Abrahán […]. En la etapa de la ley, también la primera revelación hecha a Moisés fue más excelente, y sobre ella se funda todo el resto de revelación a los profetas. De igual modo, en la etapa de la gracia toda la fe de la Iglesia se funda sobre la revelación hecha a los Apóstoles […].

    »En cambio, en cuanto a la Encarnación de Cristo, es evidente que cuanto más cercanos estuvieron a Cristo, antes o después de El, fueron, en general, instruidos más plenamente sobre ella, pero más los posteriores a El que los anteriores […].

    »En lo referente a la dirección de los actos humanos, […] los hombres fueron instruidos en todo tiempo, por Dios, sobre las cosas que debían hacer, según era conveniente a la salvación de los elegidos»

    La apreciación es importante porque, en el fondo, cuando hablamos de la revelación de Dios transmitida a los hombres, siempre hablamos de revelaciones parciales. Pero con la conjunción de los dos casos que se plantea Santo Tomás resulta evidente que la revelación más grande, que incluye a las demás, es la que se les dio a los Apóstoles.
  18. 1.5. El discurso y su interpretación. Los milagros
    Ahora nos introducimos en la segunda y tercera parte del carisma de profecía tal como lo trata Santo Tomás. Como dijo en la primera cuestión, la profecía es principalmente un acto de conocimiento, secundariamente es un discurso y en tercer lugar comporta los milagros. En los párrafos anteriores nos hemos detenido más en las cuestiones que se refieren al conocimiento porque, como se verá en los próximos capítulos, en ellas se ha detenido también la especulación teológica al pensar la inspiración. Sin embargo, es importante notar que Santo Tomás incluye también estos aspectos en el tratado de profecía. Y si entendemos por profecía la manifestación de algo de Dios que se da a los hombres, tenemos que mantener la acción de Dios se da también en el discurso. En el inicio de la q. 176 dice que va a tratar de los «dones gratuitos que pertenecen al lenguaje. En primer lugar del don del lenguas; en segundo de la gracia de elocución que se refiere al discurso de sabiduría o de ciencia»: los dos, pues, pertenecen al discurso.

    Cunado trata del don de lenguas se pregunta (en q. 176 a. 2) si el don de lenguas es superior al don de profecía, y contesta que no, que éste es superior. Pero, una de las objeciones planteadas en el inicio de la cuestión era que «la interpretación del discurso parece contenerse bajo el carisma de profecía, ya que las Escrituras deben interpretarse con el mismo Espíritu con que fueron compuestas. Sin embargo, en 1 Co 12, 28 la interpretación del discurso está situada después de las lenguas. Por tanto, parece que el don de lenguas es superior al don de profecía» (q. 176 a. 2 arg 4). En la respuesta a esta objeción, contesta:

    «La interpretación de los discursos puede reducirse al don de profecía en cuanto la mente es iluminada en orden a comprender y exponer cuanto hay de oscuro en el discurso […]. Por eso la interpretación de los discursos es mejor que el don de lenguas»

    Por tanto, estamos en el mismo lugar de antes (q. 173, a 2): la interpretación de la Escritura se hace con la luz del Espíritu Santo y esa interpretación pertenece al orden de la profecía. Pero también pertenece a ese orden la gracia de la elocución, como se ve en el cuerpo del artículo 1 de la q. 177

    «Las gracias gratis dadas se conceden para utilidad de los demás, como dijimos antes (I-II q.111 a.1.4). En cambio, el conocimiento que uno recibe de Dios sólo puede hacerse útil a los demás mediante el discurso. Y dado que el Espíritu Santo no falta en aquello que pueda ser útil a la Iglesia, también asiste a los miembros de ésta en lo que se refiere al discurso, no sólo para que alguien hable de tal modo que pueda ser comprendido por muchos, lo cual pertenece al don de lenguas, sino para que lo haga con eficacia, lo cual pertenece al don de elocución. Y esto bajo tres aspectos. En primer lugar, para instruir el entendimiento, lo cual se realiza cuando uno habla para enseñar. En segundo lugar, para mover el afecto en orden a que oiga con gusto la palabra de Dios, lo cual tiene lugar cuando uno habla para deleitar a los oyentes y no debe hacerse para utilidad propia, sino buscando el atraer a los hombres a que oigan la palabra de Dios. En tercer lugar, buscando el que se amen las cosas significadas en las palabras y se cumplan, lo cual tiene lugar cuando uno habla para emocionara los oyentes. Para lograr esto, el Espíritu Santo utiliza como instrumento la lengua humana, mientras que El mismo completa interiormente la obra»

    El texto parece que sea como una recapitulación de lo que se ha dicho hasta ahora. La revelación que se recibe de Dios por el conocimiento se pone por obra mediante la locución -escrita o hablada, diríamos- pero además Dios completa la obra interiormente en el oyente, obviamente, podríamos decir, con la luz que permite comprender el discurso.

    Finalmente, trata del don de los milagros y dice: «Como ya notamos antes (q.177 a.1), el Espíritu Santo provee suficientemente a la Iglesia en todo aquello que es útil para la salvación, a lo cual se ordenan las gracias gratis dadas. Ahora bien: de igual modo que es conveniente que la comunicación que uno recibe de Dios se convierta en comunicación para otros por medio del don de lenguas y del de la elocuencia, así también es necesario que la palabra transmitida sea confirmada para que se haga creíble. Y esto se hace mediante la operación de milagros» (q. 178 a. 1).
  19. 1.6. Recapitulación
    En este breve resumen del tratado de profecía de Santo Tomás se pueden percibir varias ideas que es necesario mantener para la explicación de los siguientes capítulos:

    • Santo Tomás dice que la profecía es más que el conocimiento profético. Abarca también el discurso y los milagros. Abarca en definitiva lo que Dios quiere comunicar a los hombres.
    • El centro del interés de Santo Tomás es obviamente el conocimiento profético. Cómo los hombres adquieren un conocimiento que viene de Dios, o mejor, cómo los revelado por Dios se asienta en la mente del hagiógrafo y se expresa. Pero, aunque las más de las veces, propone ejemplos de los profetas, Santo Tomás tiene por revelación también la Escritura. Por eso habla de que los escritores hagiográficos -los autores de los libros sapienciales que no son llamados profetas en la tradición bíblica- están también inspirados por la luz del Espíritu Santo.
    • La especulación de los siglos XIX y XX sobre la inspiración de la Sagrada Escritura tomó como base algunas afirmaciones de Santo Tomás -especialmente las referidas a la relación entre inspiración y revelación y al conocimiento del hagiógrafo- pero dejando incomprensiblemente de lado la visión total del universo de Santo Tomás, en la que el «don del discurso» y la «interpretación del discurso» como pertenecientes al orden de la profecía tienen un lugar muy importante. El profesor Gonzalo Aranda[1] ha llamado la atención sobre este punto.[1] Cfr. G. Aranda, «Inspiración de la Sagrada Escritura», en C. Izquierdo y otros (eds.), Diccionario de Teología, Eunsa, Pamplona 2006, 506-511.
  20. 2. Carisma de inspiración y carisma
    de profecía
    ********
  21. 2.1. Aceptación del modelo de la
    profecía y dificultades que suscita
    Desde finales del s. XIX algunos autores dieron un paso adelante en la explicación de la naturaleza de la inspiración divina de los hagiógrafos recurriendo a la enseñanza de santo Tomás sobre la profecía. Según esta explicación, la acción de Dios en los hagiógrafos sería la que santo Tomás señala en el caso en el que el profeta recibe la revelación divina sin que ésta incluya novae rerum species, sino sólo novum lumen. Lo que constituye la esencia de la profecía es que el intelecto humano sea iluminado por Dios para realizar el juicio sobre lo que de una u otra forma le llega, porque el conocimiento —cuyo proceso analiza magistralmente santo Tomás— culmina en el juicio (quia juditium est completivum cognitionis)[1]. Así también la esencia de la inspiración es que el conocimiento del hagiógrafo se lleva a cabo mediante una iluminación sobrenatural. Es decir, no es necesario que el hagiógrafo reciba los contenidos sobre los que va a escribir a través de una revelación sobrenatural o mediante una infusión de los mismos en su mente, sino que puede recibirlos de otros o de la comunidad en la que vive. Pero en cuanto que los juzga (conoce, en último término) con la luz intelectual que le viene de Dios, se trata de un conocimiento igual al de los profetas. Esta explicación ha tropezado sin embargo con serias dificultades. Muchos autores, como hemos visto, señalaban que la característica del profeta es ser receptor de la revelación divina (de ahí que la profecía sea un carisma de conocimiento) mientras que la característica del hagiógrafo es la redacción de un libro (por tanto, la inspiración es un carisma de acción, aunque se trate de una acción peculiar como es la transmisión por escrito de la revelación). [1] II-II q 173, a. 2 Resp. “Sic igitur patet quod prophetica revelatio quandoque quidem fit per solam luminis influentiam; quandoque autem per species de novo impressas, vel aliter ordinatas” (Ib.).

    Las dificultades para aplicar a la inspiración el carisma de profecía son evidentes. En la profecía Dios revela al hombre un conocimiento nuevo en cuanto que el hombre realiza su acto de conocer con la luz intelectual que le viene inmediatamente de Dios. Por eso la profecía es un carisma de revelación. El profeta siempre es consciente de que su conocimiento lo obtiene de Dios, aunque se trate de realidades naturales, o, dicho de otro modo, aunque lo elabore con species recibidas por otro cauce. El instrumento en orden a la revelación recibida por el profeta es la mente del profeta[1]. Santo Tomás entiende como “profetas” a los profetas del Antiguo Testamento y a los Apóstoles, a los que se da la revelación de parte de Dios. Los hagiógrafos en cambio no son conscientes de recibir de Dios su conocimiento, ni de ser movidos por él a escribir, aspectos imprescindibles para que pueda hablarse de verdadera profecía[2]. En los hagiógrafos se daría más bien, como señalaba P. Grelot[3], lo que santo Tomás llama “instinctus propheticus”, en virtud del cual se obtiene ciertamente un conocimiento de las cosas divinas; pero “no es posible discernir si ello ha sido pensado por algún instinto divino o por el propio espíritu” (II-II, q. 171 a. 5).[1] “In revelatione prophetica movetur mens prophetae a Spiritu Sancto sicut instumentum deficiens respectu principalis agente” (II-II, q. 173 a. 4 Resp.). [2] “Cum ergo aliquis cognoscit se moveri a Spiritu Sancto al aliquid aestimandum verbo vel facto, hoc propie ad prophetiam pertinet. Cum autem movetur, sed non cognoscit, non est perfecta prophetia, sed quidam instinctum propheticus” (II-II, q. 173 a. 4; Resp.).[3] P. Grelot, La Biblia, palabra de Dios, Herder, Barcelona 1968.
  22. 2.2. La inspiración al autor sagrado
    una “gratia gratis data”
    La diferencia entre el carisma de profecía y el de inspiración no está en que en el de inspiración el hagiógrafo reciba un carisma de acción, y en el profecía el profeta un carisma de conocimiento, puesto que además también el profeta recibe con frecuencia ese carisma de acción[1]. La diferencia está en la peculiaridad que reviste dicho carisma: en un caso el hombre es consciente del influjo divino sea en su conocimiento o en su acción, y en el otro no; en un caso es verdadera profecía, y en el otro un “instinto profético”, “algo imperfecto en el género de profecía”[2]. La imperfección de ese “instinctus propheticus” se debe a que el hombre es “instrumento deficiente”[3], y a que Dios no le otorga el carisma de la “verdadera profecía”, aunque ese instinctus pertenezca al género de la profecía. En este sentido el hagiógrafo recibe el mismo carisma que el profeta, pero en un grado muy inferior, imperfecto[4]. Quiere decir que cuando el autor sagrado realiza las operaciones que le son propias, las mismas que realiza en ocasiones el profeta —conocer y transmitir oralmente o por escrito aquello que ha conocido[5]— o participa, aunque de modo imperfecto, del carisma profético. ¿Hasta donde llega esa participación? [1] “Movetur autem mens prophetae non solum al aliquid aprehendendum, sed etiam ad aliquid loquendum vel ad aliquid faciendum”; II-II, q. 173, a. 4 Resp.[2] S. Theol. II-II, q. 171 a. 5.[3] “Sciendum autem quod, quia mens prophetae est insrumentum deficiens, sicut dictum est, et veri prophetae non omnia cognoscunt in eorum visis aut verbis aut etiam factis Spiritus Sanctus intendit” (S. Theol II-II, q. 173, a. 4 Resp.). [4] Evidentemente no éste el caso de aquellos hagiógrafos que son al mismo tiempo profetas, sino del hagiógrafo en cuanto tal, aunque recoja oráculos de los profetas, como es habitual en la Sagrada Escritura.[5] Únicamente las llamadas “acciones proféticas” en sentido técnico no entran en la actividad del hagiógrafo, aunque a veces el mismo hecho de escribir podría considerarse una acción de ese tipo, como refleja el autor del Apocalipsis.

    Lo aclaran las cuestiones que santo Tomás introduce inmediatamente a continuación de las de profecía. Ahí trata primero del “don de lenguas” y luego “de gratia gratis data que consistit in sermone” (II-II q. 177)[1]. Lo mismo que la profecía, la “gratia sermonis” la da Dios para utilidad de los demás, ya que “el conocimiento que alguien recibe de Dios, no podría convertirse en utilidad de los demás sino mediante la locución. Y porque el Espíritu Santo no falla en lo que pertenece a la utilidad de la Iglesia otorga a miembros de la Iglesia el don de la locución”[2]. Y lo otorga, sigue explicando santo Tomás, de tres maneras: para instruir el intelecto mediante la enseñanza; para mover el afecto mediante la deleitación; para suscitar el cumplimiento de lo que se escucha mediante la conversión. “Para realizar esto, el Espíritu Santo usa (utitur) la lengua de los hombres como cierto instrumento; pero él es el que lleva a cabo la operación interiormente”[3]. Los términos “sermo” y “lingua” pueden incluir también “escritura” y “pluma de escriba”, ya que, a pesar de las evidentes diferencias entre el discurso hablado y el escrito, tienen en común ser medios de comunicación entre los hombres. Aplicado a la Sda. Escritura esto significa que la inspiración del hagiógrafo es una gracia gratis dada (un carisma) para utilidad de la Iglesia por la que el Espíritu Santo sirviéndose a modo de instrumento de la actividad literaria del hombre, con sus diversas expresiones (o géneros) según el fin que se propone en cada caso, la hace eficaz (quod eficaciter loquatur) perfeccionando él mismo (el Espíritu Santo) interiormente el proceso tanto de redacción como de recepción y lectura del escrito.[1] Ambas, junto con la profecía y otras, forman el bloque de “las gracias gratis dadas” o los carismas de los que habla san Pablo en 1 Cor 12,4ss.Cf. II-II q. 171 Intr.[2] “Providet membris Ecclesiae in locutione” (II-II q. 177 a 1 Resp)[3] II-II q. 177 a. 1 Resp.

    De esta explicación de la naturaleza de la inspiración se deduce:

    • a) Que el destinatario inmediato de la revelación de Dios a través de la Escritura es la Iglesia, y esta revelación llega mediante unos escritos redactados por hombres inspirados por Dios. Se diferencia de la profecía en que en ésta el destinatario de la revelación es inmediatamente el profeta.
    • b) Que el carisma de la inspiración recae tanto sobre el conocimiento del hagiógrafo, que le viene de Dios (“cognitio quam aliquis a Deo accipit”), como sobre el fin que pretende y el tipo de lenguaje que emplea. En este aspecto se diferencia de la profecía en cuanto que el profeta es consciente de la acción divina en él, el hagiógrafo, no. Por eso la inspiración divina en el momento de redacción de la obra es algo imperfecto en el género de profecía.
    • c) Que el Espíritu Santo es quien hace eficaz la comunicación, tanto respecto al emisor (hagiógrafo) como a los receptores (Iglesia y lectores). En este caso la diferencia con la profecía está en que mientras en ésta el instrumento eficaz empleado por Dios es la mente del profeta en orden a que él reciba y transmita la revelación; en la inspiración escriturística el instrumento eficaz es el hagiógrafo en cuanto tal, es decir el hombre en cuanto que escribe un libro (“lingua hominis”), para que la revelación llegue a la Iglesia.

    En cambio no hay ninguna diferenciación en lo que se refiere a la verdad conocida por los profetas y a la contenida en los escritos de los hagiógrafos. A través de ambos Dios comunica la verdad que él quiere en orden a nuestra salvación. Así lo recoge la Constitución Dei Verbum cuando expone la veracidad de la Sagrada Escritura, remitiendo en nota a pie de página a las cuestiones de santo Tomás acerca de la profecía. Es la única vez que el magisterio hace referencia a la “profecía” en relación con la Escritura. Pero de ahí no se ha de deducir que identifique profetas y hagiógrafos. Sólo considera los aspectos referentes a la verdad[1]. [1] G. Aranda, “Acerca de la verdad contenida en la Sagrada Escritura. (Una `quaestio´ de santo Tomás citada por la Const. «Dei Verbum»” Scripta Theologica 9 (1977) 393-424.
  23. 3. El texto bíblico vehículo de comunicación entre Dios y su pueblo
    En el proceso de la inspiración, la acción del Espíritu Santo recae en consecuencia tanto en el hagiógrafo (emisor) como en la Iglesia (receptor). En el hagiógrafo, como hemos visto, se trata de algo “imperfecto en el género de profecía”; en la Iglesia, en cambio, es asimilable a la verdadera profecía, ya que la Iglesia recibe directamente la revelación divina a través de la Escritura, y además es consciente de que es Dios quien le habla en la misma Escritura, rasgos que caracterizan el carisma de profecía. La posibilidad de esos distintos grados de la “inspiración” —que van desde el “instinto profético” en el hagiógrafo, hasta la “verdadera profecía” en la Iglesia— encuentra apoyo en las explicaciones de santo Tomás sobre la profecía cuando se pregunta “si el grado de profecía varía según el paso del tiempo”[1]. Y distingue: “Si hablamos de profecía en cuanto se ordena a la fe en la divinidad, ciertamente ha crecido según tres tiempos distintos, a saber, antes de la ley, bajo la ley y bajo la gracia... Sin embargo en cada uno de estos estadios, la primera revelación fue la más excelente... Pero en lo que se refiere a la encarnación de Cristo es manifiesto que cuánto más cerca estuvieron de Cristo, antes o después, más plenamente fueron instruidos sobre ello. Incluso después más plenamente que antes, como dice el apóstol en Ef 3,5”[2].[1] II-II, q. 174 a. 6.[2] II-II, q. 174 a. 6 Resp.

    Si pues en la profecía se pueden distinguir grados en el paso del tiempo en cuanto al conocimiento de Dios, y, por tanto a la revelación objeto de la profecía, lo mismo sucede en la inspiración. En el momento en el que escriben los hagiógrafos la inspiración es algo imperfecto en el género de profecía, pues no son conscientes de la acción de Dios en ellos y por ellos. A medida que el antiguo pueblo de Israel iba tomando conciencia del carácter sagrado de los libros —primero de la Ley y los Profetas, luego de los “otros escritos”— éstos, también bajo la acción del Espíritu Santo, adquieren un grado mayor de “profecía” en cuanto que Dios habla al pueblo a través de esos libros. Después de la venida de Jesucristo y la efusión del Espíritu Santo, los hagiógrafos cristianos ven y designan al conjunto de los libros sagrados de Israel como “profetas”. Profetas en orden a Cristo. El concepto de inspiración adquiere así un grado más elevado, el de verdadera profecía. Cuando posteriormente la Iglesia recibe al mismo nivel que los anteriores, los escritos de los apóstoles y confecciona el canon de la Escritura, lo hace con la conciencia plena de que Dios le da a conocer (le revela) a Jesucristo a través de todos esos libros, y de que el Espíritu Santo actúa en el discernimiento y en la interpretación de esos mismos libros. Llegamos así al momento en el que la inspiración divina de la Sagrada Escritura adquiere su grado máximo. Revela a Jesucristo y al Dios Trino. Y este grado máximo de inspiración afecta a todos los libros comprendidos en el canon, ya que un libro es bíblico en cuanto que es canónico, como afirma la PCB.

    La Sagrada Escritura recibida en la Iglesia es por tanto instrumento de verdadera profecía, en cuanto que a través de ella Dios habla a su Iglesia. El carácter de instrumento que tiene la “mente del profeta” en orden a que éste reciba y transmita la revelación de Dios, lo tiene de manera análoga la Escritura en orden a que la Iglesia reciba la revelación de Dios en Jesucristo. El “juicio” que completa el conocimiento le viene al profeta como una luz divina; asimismo le viene a la Iglesia. La función profética pertenece a la Iglesia porque así se la ha otorgado el Señor; la Escritura es el instrumento sobrenatural, inspirado por Dios, para que la Iglesia realice su misión de conocer y dar a conocer a Jesucristo.
  24. La verdad de la Sagrada Escritura
    *******tema 15 ***
  25. 1. Introducción
    La reflexión sobre la inspiración, en los últimos ciento cincuenta años, ha estado siempre ligada en la cuestión de la veracidad —de la inerrancia, se decía en un primero momento— de la Sagrada Escritura. La Sagrada Escritura tiene que ser verdadera porque es norma, paideia, enseñanza, que ofrece «la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús». Cuando afirmamos que la Sagrada Escritura es veraz, queremos decir que sus palabras nos merecen confianza, que podemos tener sus afirmaciones por expresiones correctas de la revelación de Dios sobre sí mismo y sobre su designio salvador; sobre todo lo creado, especialmente sobre el hombre; y sobre las obras que espera de los hombres.
  26. Ahora bien, la Escritura nos merece confianza porque está inspirada (2 Tm 3,14-16), porque su autor es Dios que no puede engañarse ni engañarnos. Sin embargo, esta confianza que debe despertar la Sagrada Escritura se puede desmoronar, si:
    • La Sagrada Escritura se contradice. Si alguien afirma una cosa y otra cosa distinta respecto de lo mismo, desde el mismo punto de vista, incurre en una falta contra el principio de no contradicción y por tanto no merece confianza. Es lo que, según sabemos por Orígenes, le reprochaba Celso a los cristianos. Creían que eran verdaderos unos relatos —los de las apariciones del resucitado, por ejemplo— que estaban en contradicción unos con otros. Además, Celso no aceptaba los milagros. En el Antiguo Testamento los ejemplos se multiplicaban. Así las cosas, ¿no sería mejor desprenderse de la autoría divina de los textos del Antiguo Testamento y tenerlos sin más como testimonios religiosos, prehistóricos, de la religión cristiana.
    • En un segundo punto la Escritura no merece confianza si lo que afirma contradice la recta tazón o lo observado en la naturaleza. La fe cristiana tiene como verdadero un doble libro: la Biblia y el libro de la naturaleza[1]. Si ambos vienen de Dios no hay lugar para contradicciones entre ellos. Pero algunas contradicciones entre estos dos órdenes de conocimiento aparecieron en la edad moderna, en el despertar de las ciencias experimentales y en la constitución de la Historia como conocimiento metódico y crítico. Con la aparición de la ciencia experimental, con su método científico, nacieron nuevas explicaciones de la constitución del mundo —la creación, las relaciones entre el sol y la tierra, etc.— que no coincidían con la descripción habitual hasta el momento, y que se hacía coincidir con la de la Biblia. Lo mismo ocurrió con la aparición de documentos contemporáneos a los bíblicos o con los descubrimientos de la arqueología. Si Jericó eran unas ruinas ya trescientos años antes de la entrada de los israelitas, la narración de los primeros capítulos del libro de Josué no puede tenerse por histórica. Si la historia de Noé (Gn 6-9) tiene tantos parecidos con la epopeya de Gilgamesh —escrita mucho antes, pues se han encontrado vestigios en escritura cuneiforme— que en algunos casos parece como si el autor bíblico resumiera los pasajes extrabíblicos, sólo que cambiando los nombres y alguna otra cosa, es lógico que el lector ilustrado dude de la historicidad de lo narrado en la Biblia. En este caso, también parece mejor desprenderse de la idea de que Dios es el autor de la Escritura. Si Dios es autor de algo, lo será de la revelación contenida en la Escritura, no de las contradicciones en las que incurre.[1] La metáfora de los dos libros, que se populariza más tarde, está ya en San Agustín. La fe cristiana sostiene que la razón humana –aunque no esté libre de error– puede comprender, sin agotarlo lo inteligible de dos realidades: la verdad de lo creado y la verdad de lo revelado, que se conoce con la ayuda de la fe.
    • Finalmente, la confianza en la Sagrada Escritura se puede desmoronar también si consideramos algunas cuestiones de orden moral que caen bajo los dos supuestos anteriores: contradicen la recta razón y contradicen lo dicho en otros textos de la Escritura. Así, por ejemplo, el mandato del anatema —«en cuanto a las ciudades de estos pueblos que el Señor tu Dios te da en herencia, no dejarás nada con vida, sino que las consagrarás al anatema: a hititas, amorreos, cananeos,...» (Dt 20,16; etc.)— o las maldiciones (cfr Sal 137,9), o la poligamia, etc., están en contradicción con la razón natural y con la enseñanza sobre la dignidad de Dios y del hombre presentes en otros muchos textos de la Biblia.
  27. Es verdad que, junto a estas contradicciones, en la Sagrada Escritura se encuentra no sólo el camino de la salvación, sino la enciclopedia de la verdad. Pero la cuestión no está en el qué, sino en el por qué. No se trata de recibir de la Sagrada Escritura lo que juzgamos como bueno o correcto, sino que recibimos la Sagrada Escritura como verdad para nuestra vida, y lo hacemos porque tenemos a Dios por su autor. Por tanto, hay que responder a las preguntas que suscitan las contradicciones apuntadas arriba. En general, la teología cristiana, partiendo de la lógica de Dios autor de la Escritura, ha respondido diciendo que quien lee contradicciones en la Biblia, o bien lee mal, o bien no ha profundizado en los términos en los que se expresa la Revelación. Pero esta respuesta es muy general. Para convocar los elementos suficientes, podemos seguir los siguientes pasos:
    • 1. Examinaremos primero las expresiones de Dei Verbum, n. 11, que pueden considerarse como el marco conceptual en el que entendemos al verdad de la Biblia. Sus frases son el resultado de la reflexión teológica del siglo precedente, reflejada en el Magisterio de la Iglesia. Ofrecen por eso el marco de los conceptos y de la historia contenida en ellos.
    • Después se expondrán brevemente algunos puntos de la historia en cuestión. Ignorar la historia de algo es arriesgarse a repetir errores. Por otra parte, la historia ofrece un elenco de lo que se ha intentado resolver y que, al fin y al cabo, o bien hay que dejar de lado, porque ya ha sido solucionado, o bien hay que abordar desde otra perspectiva nuevo porque no se había acudido a la raíz.
    • 3. A continuación se intentará un planteamiento sistemático de la cuestión, hoy, proponiendo una descripción de las realidades con las que tratamos al hablar de la verdad de la Biblia. Se trata de dejar de lado los falsos problemas y encarar adecuadamente los verdaderos.
    • Finalmente, enumeraremos unos corolarios que apliquen la doctrina a cuestiones puntuales.
  28. 2. Los libros de la
    Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso
    consignar en las sagradas letras para nuestra salvación

    Gran parte de la reflexión moderna en torno a la inspiración de la Sagrada Escritura ha sido suscitada por la cuestión de la veracidad. En el contexto de las polémicas en torno a la llamada cuestión bíblica, la teología católica —y también el Magisterio de la Iglesia— asumió la tarea de describir las verdaderas dimensiones de la acción de Dios y de los hagiógrafos en los escritos sagrados para que estos pudieran recibirse como Palabra de Dios por escrito. Esta reflexión tiene su fruto más maduro en Dei Verbum, y, en lo que atañe a la inspiración en relación con la veracidad de la Sagrada Escritura, en el n. 11b.

    Una frase de este número conciliar puede considerarse punto de llegada en esta cuestión. Dice así:

    “Puesto que todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación [Cf. S. Agustín, Gen. ad litt., 2, 9, 20: PL 34, 270-271; Epist., 82, 3: PL 33, 277; CSEL., 34, 2 p. 354. Santo Tomás, De Ver., q. 12, a. 2; cf. Conc. Trident., Sess. IV, De canonicis Scripturis: Denz., 783 (1501). León XIII, Encícl. Providentissimus: Enchir. Biblic., 121, 124, 126-127. Pío XII, Encícl. Divino Affllante Spiritu: Enchir. Biblic., 539]”.

    De este enunciado habría que tener presentes varias notas:

    • En primer lugar la gran cantidad de referencias en la nota a pie de página, que en el texto se han situado entre corchetes. Tres referencias a documentos del Magisterio anterior –Concilio de Trento y Encíclicas Providentissimus Deus y Divino Afflante Spiritu– señalan la continuidad entre este texto y los que le precedieron; y dos referencias a escritores eclesiásticos –San Agustín y Santo Tomás– que tratan en esos lugares del tema objeto de la afirmación.
    • 2. El texto habla de “la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación: Scripturae libri veritatem, quam Deus nostrae salutis causa, Litteris Sacris consignari voluit”; literalmente, la verdad que Dios quiso que fuera consignada por causa de (en orden a) nuestra salvación. En esta frase hay dos palabras que merecen ser comentadas:

    • La “verdad”. El texto habla de verdad y no de inerrancia. El origen de la palabra está probablemente en la expresión “Dios autor” del Concilio Vaticano I. Se aplicaba a los escritos sagrados para señalar que no eran textos míticos, o religiosos, meramente humanos, sino que Dios se había comprometido con ellos. Si Dios no puede “engañarse, ni engañarnos”, los escritos no tenían errores. En consecuencia, se empezó a hablar de inerrancia de la Biblia. Dei Verbum cambia de palabras: inerrancia por verdad. En el fondo las dos señalan lo mismo, pero la forma ahora no se orienta a justificar cada una de las afirmaciones bíblicas; se dirige a afirmar la verdad contenida en las Escrituras.
    • b. “Para nuestra salvación”, nostrae salutis causa. El horizonte de verdad, el objeto formal, de los libros sagrados es la salvación de los hombres. Desde el punto de vista histórico esta expresión reproduce conceptualmente la solución que León XIII aportó en el marco de las polémicas que se originaron con la llamada cuestión bíblica. La Encíclica Providentissimus Deus con textos de San Agustín y Santo Tomás (en concreto, los textos citados en la nota de Dei Verbum) recordaba que lo que se dice en la Sagrada Escritura no se dice con una finalidad científica sino que en su horizonte no estaba esta pretensión sino la salvación de los hombres. Pero hay que en esta expresión hay que estar atento a los matices. Nos podrán servir para ejemplificarlo dos expresiones de Galileo. Una es la que dijo, citando al Cardenal, amigo suyo: “La Escritura nos dice cómo se va al cielo, pero no cómo va el cielo”. La primera parte de la frase es evidentemente correcta; la segunda, quizás no tanto, porque la Escritura nos enseña también cómo va el cielo. No nos lo enseña según el universo lógico de la cosmología moderna, verificable empíricamente, pero nos enseña cómo es la realidad. En este sentido, es más certera la expresión de San Agustín: “Dios quería hacernos cristianos, no matemáticos”. Hay otra expresión de Galileo más precisa donde afirma que el Espíritu Santo nos dio un doble libro, el libro de la naturaleza, y la Escritura[1]. En uno y otro debemos buscar la verdad de nuestra salvación: en cada uno de ellos debemos buscar aquello que necesitamos. Según cómo preguntemos se nos contestará.[1] A ella se refiere explícitamente Juan Pablo II en la nota n. 29, de la encíclica Fides et Ratio: «[Galileo] declaró explícitamente que las dos verdades, la de la fe y la de la ciencia, no pueden contradecirse jamás. “La Escritura santa y la naturaleza, al provenir ambas del Verbo divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios”, según escribió en la carta al P. Benedetto Castelli el 21 de diciembre de 1613. El Concilio Vaticano II no se expresa de modo diferente; incluso emplea expresiones semejantes cuando enseña: “La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será realmente contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen origen en un mismo Dios” (Gaudium et spes, 36). En su investigación científica Galileo siente la presencia del Creador que le estimula, prepara y ayuda a sus intuiciones, actuando en lo más hondo de su espíritu». Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 10 de noviembre de 1979: Insegnamenti, II, 2 (1979), 1111-1112.
    • c. Ahora bien, con el ejemplo hemos introducido ya el tercer punto que debe considerarse: “todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo”. La frase cierra el paso a una afirmación tentadora para una apologética excesivamente simple. Se podría pensar que un texto en su tenor literal, tal como suponemos que el hagiógrafo quiso proponer el sentido, puede contener errores, pero estos errores no son imputables a Dios, que va más allá del texto. El texto conciliar no acepta este planteamiento y dice que “puesto que todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad…”. En realidad esta afirmación es muy concorde con la del párrafo siguiente (cf. Dei Verbum, n. 12a): el sentido que Dios quiso dar a los textos sagrados no es distinto del que quisieron darle los hagiógrafos, aunque, en el marco de la Revelación, y de la Biblia constituida como texto que en la Iglesia expresa la Revelación como palabra de Dios escrita, el sentido que tienen los textos supera normalmente el que quiso darle cada hagiógrafo a su texto. Con este planteamiento de fondo —Dios quiso decir con los textos en primer lugar lo que los autores humanos querían expresar con ellos— no caben equívocos. Ahora bien, a tenor de lo visto en los capítulos anteriores, en realidad, tenemos, al menos, dos situaciones comunicativas distintas para cada uno de los textos bíblicos.

    A. Un libro bíblico tiene el sentido que su autor le dio —y que la comunidad receptora reconoció— en el momento de su composición o edición. Ese es también el sentido querido por Dios, quien, por la inspiración, se constituyó en su autor. Ahora bien, como se ha visto también, cada texto bíblico, en una primera instancia, es testimonio (autorizado) de la revelación. Por tanto, afirmamos que el texto es expresión verdadera, de la que los lectores podían fiarse, de un paso de la revelación de Dios. Esta afirmación no suscita apenas interrogantes en lo que se refiere a los libros del Nuevo Testamento. En cambio, puede desconcertar en lo que se refiere a algunos libros o pasajes del Antiguo Testamento. A este respecto, dice Dei Verbum, n. 15: “los libros del Antiguo Testamento manifiestan a todos el conocimiento de Dios y del hombre, y las formas de obrar de Dios justo y misericordioso con los hombres, según la condición del género humano en los tiempos que precedieron a la salvación instaurada por Cristo. Estos libros, aunque contengan también algunas cosas imperfectas y pasajeras, demuestran, sin embargo, la verdadera pedagogía divina (cfr Pío XI, Encicl. Mit Brennender Sorge, del 14 de marzo de 1937: A.A.S. 29 (1937) 151). Por tanto, los cristianos han de recibir devotamente estos libros, que expresan el sentimiento vivo de Dios, que encierran sublimes doctrinas acerca de Dios, una sabiduría salvadora sobre la vida del hombre, tesoros admirables de oración y en los que, finalmente, está latente el misterio de nuestra salvación”.

    El texto dice que con “pedagogía divina”, Dios se adapta a la “condición del género humano en los tiempos que precedieron a la salvación instaurada por Cristo”, de lo que resulta, junto a la manifestación de “sublimes doctrinas”, la aparición de cosas “imperfectas y pasajeras”. Ahora bien, esta imperfección tiene un límite: “En la Sagrada Escritura, pues, se manifiesta, salva siempre la verdad y la santidad de Dios, la admirable “condescendencia” de la Sabiduría eterna, [...]. Porque las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomando la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres” (Dei Verbum, n. 13). El límite es la verdad y la santidad de Dios. La condescendencia de Dios –manifestada, si se quiere, con la afirmación de Santo Tomás, en el sentido de que los hombres eran “instrumentos imperfectos” en la expresión de la revelación divina– tiene como límite la verdad y santidad de Dios. En este sentido, la imperfección se aplica incluso a los textos del Nuevo Testamento. En cada texto de la Sagrada Escritura tenemos pues un testimonio que es expresión imperfecta de un aspecto de la revelación.

    B. Pero Dios es también el autor de la Biblia como un todo, como “Escritura sagrada y canónica” de la Iglesia, donde se expresa por escrito la revelación de Dios, la Palabra de Dios que dirige a la Iglesia. ¿Quién es el autor humano de este libro? No puede ser otro que la Iglesia misma. La Iglesia —comunidad creada por Jesucristo, con el colegio apostólico unido en torno a Pedro y sus sucesores, con sus ministros que proponen la palabra y ofrecen los sacramentos, etc.— propone la entera Sagrada Escritura como expresión verdadera de Jesucristo, Palabra de Dios. Y lo que propone la Iglesia es lo que propone Dios, y lo propone como verdad. En este lugar, ya no aparecen las perplejidades que teníamos antes, al considerar cada libro en el momento de su edición. No aparecen porque la verdad de Dios es Jesucristo mediador y plenitud de la revelación: el contenido de las palabras que constituyen la Biblia es Jesucristo; él es el significado como los libros son el significante.

    Obviamente, aquí estamos sirviéndonos de metáforas globales que exigen un mayor desarrollo. Gran parte de la materia ha versado sobre cosas aquí implicadas. Con todo, las más importantes se pueden observar en una breve historia del problema.
  29. 3. Historia del problema
    Un conocido investigador bíblico decía a comienzos del siglo pasado: “Si el consentimiento unánime de los Padres no es una quimera, si la constancia, la perpetuidad y la universalidad de la doctrina es una regla de fe, no existe dogma más sólidamente establecido que la inerrancia de la Sagrada Escritura” (F. Prat, La Bible et l’Histoire, Paris 1904, 15). Sin embargo, también es verdad que, tanto en la antigüedad como en la época moderna, esta verdad de fe ha tenido que ser mostrada momento a momento. Vamos a examinar los más importantes
  30. 3.1. Comprensión de la veracidad de la Biblia en la antigüedad.
    La veracidad de la Sagrada Escritura se afirma en ella de un modo que podríamos denominar intrínseco. Toda la Biblia opera con lo que modernamente se denominaría intertextualidad afirmativa, es decir, tiene a los textos antiguos por verdaderos: se apoya en ellos y no los contradice. Lo podemos ver en lo que podría ser un texto difícil. Es un conocido pasaje del cuarto evangelio. Unos judíos quieren apedrear a Jesús por blasfemo ya que, afirman, Jesús dice de sí que es Dios. Entonces,

    “Jesús les contestó: ¿No está escrito en vuestra Ley: Yo dije: «Sois dioses»? Si llamó dioses a quienes se dirigió la palabra de Dios, y la Escritura no puede fallar …” (Jn 10,34-35).

    En el texto se descubre que tanto para Jesús como para sus adversarios, la Escritura dice verdad: “no puede fallar”. Un estudio del pasaje mostraría por su parte que la cita de Jesús no pertenece a la Ley sino a un Salmo (82,6), y que para que el argumento nos resulte convincente tendríamos que convocar los procedimientos de exégesis de la época que aceptaban Jesús y sus coetáneos, etc. En todo caso, lo que sabemos es que la frase es verdad por dos razones: porque el contexto de las palabras lo permitía, y porque Jesús, contenido final de la expresión, realidad a la que se refiere, es en verdad Hijo de Dios.

    En este ejemplo se resume la doctrina de todo el Nuevo Testamento y lo que aparecerá en la primera patrística. Jesús es el contenido de las Escrituras, que pueden interpretarse de manera literal o espiritual. Pero Jesucristo es siempre la realidad que expresan las palabras. Además, como Jesús y las Escrituras forman parte de un mismo designio, no puede haber contradicción entre Jesús y las Escrituras, tampoco entre las Escrituras y la realidad, y, finamlmente, tampoco pueden contradecirse las Escrituras entre sí.

    Por ejemplo, San Justino, en su Diálogo con Trifón (65), argumenta con textos del Antiguo Testamento el rechazo de Israel a Jesús, pero por eso precisamente coincide con su adversario, que cree en la verdad de los textos: “... que las Escrituras se contradicen entre sí..., jamás tendré la audacia de pensar ni decir semejante cosa: y si hubiese alguna Escritura que pudiera dar pretexto a pensarlo..., antes confesaré que no las entiendo; y a quienes  piensan que pueden contradecirse entre sí, pondré todas mis fuerzas en persuadirlos para que piensen lo mismo que yo” . Es verdad que San Justino argumenta muchas veces con el sentido espiritual. Pero se sujeta a lo escrito porque entiende que proviene de un mismo designio. En un sentido semejante procede S. Ireneo en la polémica contra quienes, ante las dificultades que les planteaban algunos textos del Antiguo Testamento, intentaron mutilar el canon, aceptando sólo el Nuevo.

    Genéricamente toda la época patrística opera con un mismo principio: la verdad de la Escritura se funda en su origen divino; las dificultades que pueden plantearse son un reto a la lectura y a la comprensión correctas. Este es el tenor de San Juan Crisóstomo (“Cuando veas que alguno, llevado de sus propios razonamientos, se atreve a contradecir a la divina Escritura, trátalo como a loco” In cap. I Gen. hom., 10,6), de S. Jerónimo (“Es propio de los impíos afirmar que la Escritura miente... Cuanto leemos en el Antiguo Testamento, eso mismo lo hallamos en el Nuevo... Nada hay disonante, nada diverso”, In Nahum, 1,9; Epist., 18,7), y de tantos otros. Puede ejemplificarse en San Agustín tanto en el principio general como en los restos concretas. El principio general se percibe, por ejemplo, en esta carta a San Jerónimo: “Confieso a tu caridad que..., a los libros de las Escrituras..., he aprendido a ofrendar esa reverencia y acatamiento, hasta el punto de creer con absoluta certidumbre que ninguno de sus autores se equivocó al escribir. Si algo me ofende en tales escritos, porque me parece contrario a la verdad, no dudo en afirmar o que el códice tiene una errata, o que el traductor no ha comprendido lo que estaba escrito, o que yo no lo entiendo” (Epist. 82,1-3). Ahora bien, la confianza en la autoría divina no excluye en ningún momento la razón en la comprensión: así se ve cuando se plantea el problema de algunas acciones deshonestas narradas en la Sagrada Escritura[1]. Pero, sobre todo, San Agustín hace explícito el horizonte de la salvación que gobierna la lectura de los escritos bíblicos: así cuando dice que «en el Evangelio no se puede leer que el Señor haya dicho: Yo os envío el paráclito que os instruirá sobre el curso del sol y la luna. Él pretende hacer cristianos, no astrónomos» (De Actis cum Felice Manicheo, 1,10), o que «el Espíritu de Dios que nos ha hablado a través de los autores sagrados no quiso enseñar a los hombres cosas que no fueran de utilidad para su salvación» (De Gen. ad litt., II, cap. 9,20). En estas expresiones de San Agustín se ha introducido ya –aunque sea implícitamente– la solución moderna: el horizonte de expectativas que introduce el texto. Ciertamente, el texto se ve todavía bajo el prisma de la autoría divina y no se ha introducido al hagiógrafo, pero la dirección tomada es la que seguirá primero por Santo Tomás (y otros) y más tarde el magisterio y la teología católica contemporáneos.  [1] “No hay más que un relato, no una alabanza de la misma [acción]. Convenía que el relato de algunas cosas incluyese el juicio de Dios y el de otras lo omitiese. Así, en los casos en los que se manifiesta el juicio de Dios al respecto, se instruye nuestra ignorancia; en los que se omite, o ejercitamos nuestro saber recordando lo que se aprendió en otro lugar, o sacudimos la pereza preguntando lo que aún no sabemos. Dios, que sabe sacar el bien hasta de las obras malas de los hombres, propagó de aquella semilla los pueblos que quiso, sin condenar su Escritura por los pecados de los hombres. El reveló tales acciones, no las hizo; exhortó a guardarse de ellas, no las propuso a imitación”. En otro lugar dice: “En ella se condena, por derecho divino, la fornicación o el trato carnal ilícito; por lo cual, al mencionar tales acciones, llevadas a cabo por algunas personas, sin emitir en ese momento juicio sobre ellas, nos permite que emitamos nosotros nuestro juicio, pero no nos manda alabarlas. ¿Quién de nosotros no detesta en el mismo evangelio la crueldad de Herodes, cuando, preocupado por el nacimiento de Cristo, mandó matar a tantos niños? Con todo, allí no se vitupera dicha acción, únicamente se narra” (S. Agustín, Contra Faustum libri triginta tres, 22, 45. 62). Cfr, también, De Doctrina Christiana, 3,5; 2,28. Para estos y otros textos de los padres, cfr J. Beumer, La inspiración de la Sagrada Escritura, 8-30.

    En Santo Tomás nos encontramos dos cosas: por una parte, una síntesis muy lograda de todo el pensamiento anterior a él; por otra, la aparición de los autores humanos en la tratamiento de la veracidad de la Sagrada Escritura. El punto de partida del Aquinate es el de toda la Tradición: todo lo que se contiene en la Sagrada Escritura es verdadero (Quodl.12 q.17 a.1 ad.1); ahora bien, el conocimiento profético de que gozaron los hombres es muy variable (S. Th. II-II, q. 171, a. 6) y además hay que tener presente que en la Escritura las cosas divinas se nos dan del modo que suelen usar los hombres (Comm. in Hbr. 1,4) y que muchas veces el escritor sagrado atiende a lo que aparece ante los sentidos (S. Th.  q. 70, a. 1, ad. 3). Por todo ello,  cuando se admiten varias interpretaciones, hay que rechazar las que parecen falsas a la razón, también para no causar irrisión en los infieles (S. Th.  q. 68, a. 1).

    Aquí tenemos ya unos puntos para explicar la veracidad de la Sagrada Escritura: los tratados de Sagrada Escritura los resumían estos puntos afirmando que la veracidad de la Sagrada Escritura se presentaba como un postulado “de derecho” (derivado de que Dios es su autor) que había que explicar “de hecho” cada vez que aparecía un conflicto. No es, como se ha visto, un mal camino.
  31. 3.2. Inerrancia y veracidad de la Sagrada Escritura.

    Pero las cosas cambiaron en la Edad Moderna. Sin querer resumir en una sola las causas del cambio, se puede descubrir que en el comienzo de la Edad Moderna, la Biblia no se considera verdadera en el horizonte que tiene como fin la salvación, presente como se ha visto en San Agustín y Santo Tomás, sino como verdad en toda su textualidad. Probablemente, lo que se tiene como verdad es lo que aparece ante los sentidos y que concuerda con la descripción bíblica. Así parece mostrarlo el

    El «caso Galileo» es una maraña en la que se entremezclan motivos científicos, religiosos y eclesiásticos. Algunos autores saben resumirlo en lo esencial[1]. En lo que afecta a la verdad de la Sagrada Escritura, interesa recordar sólo unos puntos. En 1616, Galíleo fue acusado -como también otros: el agustino español D. de Zúñiga, el carmelita italiano P. Foscarini y el canónigo polaco N. Copérnico- de defender el sistema heliocéntrico, sostenido por los pitagóricos en la antigüedad y por Nicolás Copérnico en la época moderna. Galileo, católico creyente, era un científico de gran prestigio que, con la ayuda del telescopio, había hecho grandes descubrimientos astronómicos: los satélites de Júpiter, las fases de Venus, las manchas del sol, etc. Con estos estudios, criticó la física aristotélica y apoyó el heliocentrismo copernicano: la tierra gira sobre sí misma y alrededor del sol. Esta tesis se oponía a las tesis aristotélicas lo que defendían muchos profesores del momento. Éstos se opusieron a Galileo recurriendo a argumentos teológicos, y afirmando una pretendida contradicción entre el copernicanismo y la Biblia. Se apoyaban estos autores también en que el Concilio de Trento había prohibido interpretar la Biblia apartándose de la Tradición. Y la Tradición había interpretado esos pasajes según el pensamiento en boga del momento que, además, parecía estar de acuerdo con la experiencia ordinaria. En resumen, Galileo fue acusado ante la Inquisición que juzgó sus afirmaciones y le ordenó abstenerse de defender la teoría heliocéntrica porque era falsa y contraria a la Sagrada Escritura.[1] Artigas, M., «Lo que deberíamos saber sobre Galileo», Scripta Theologica 32 (2000) 877-896 (disponible también en http://www.unav.es/cryf/pagina_4.html#galileo). Más extensamente en el libro, Artigas, M., y Shea, W., Galileo en Roma: Crónica de 500 días, Madrid: Encuentro, 2003.

    Así lo hizo Galileo que, sin embargo, estaba convencido de la verdad de su cosmovisión, y afirmaba que la Biblia no se preocupaba por la física sino por la salvación. Afirmaba también que en la Tradición de la Iglesia se podían encontrar precedentes de su posición. Es claro en la carta -que circuló copiada de mano en mano- dirigida a su discípulo, el benedictino B. Castelli, profesor de matemáticas en la Universidad de Pisa, y en otra que dirigió a la Gran Duquesa de Toscana, Cristina Lorena. De las dos son las famosas expresiones: «la Biblia no quiere enseñarnos cómo va el cielo, sino cómo se va al cielo», y la del doble libro, la Escritura y la Naturaleza, que provienen del mismo Dios y no pueden contradecirse. Como consecuencia del mandato de 1616, Galileo dejó de defender públicamente el heliocentrismo; convencido también de que las tesis copernicanas eran verdaderas, unos años más tarde, hacia 1623, se propuso con sus amigos eclesiásticos intentar que la condena a la teoría fuese revocada. Por eso, en 1630 compuso una obra titulada «Diálogo en torno a los dos grandes sistemas del mundo, el tolemaico y el copernicano». Sin embargo, tras la publicación fue acusado, con razón, de defender el copernicanismo. Llamado a retractarse ante el tribunal, en 1633 afirmó -ciertamente, de manera forzada- que había expuesto sus argumentos en favor del copernicanismo con una consistencia que él mismo no creía que tuvieran. Tras esto, Galileo siguió trabajando en casa de sus protectores -el gran Duque de Toscana, el Arzobispo de Siena-, o en la suya propia. En 1638 publicó su obra más importante, origen de la nueva ciencia de la mecánica -«Discursos y demostraciones en torno a dos nuevas ciencias»- y en 1642, a los 78 años murió en su casa de Florencia.

    Lo que el caso deja ver, más todavía con el paso del tiempo, es que la verdad de la Biblia no se había contrastado con una razón de conocimiento experimental: se tenía por verdadera la Biblia y lo relatado por los sentidos. El caso ayuda sin duda a delimitar los campos. Una cosa relativamente parecida se dio, desde mediados del siglo XIX, a propósito de la razón histórica. El nacimiento de la Historia ciencia, comporta la crítica de los documentos. Con ello, los textos bíblicos empiezan a compararse con los de su entorno cultural e histórico. En consecuencia, si los textos a los que se parecen los libros bíblicos son narraciones folklóricas o mitológicas, la razón histórica considera lo narrado en esos textos no desde el punto de vista de la verdad sino desde el punto de vista de su forma literaria: la narrativa popular. Y esto afectó a la manera de concebir la verdad de los textos bíblicos. Veamos cómo.
  32. 3.2.1. León XIII y los fenómenos naturales
    El caso Galileo fue sólo un primer movimiento de piezas. En efecto, los descubrimientos científicos, y más tarde los históricos, aparecían en contradicción con lo que se describía en la Biblia, y así como Galileo contrastaba su teoría heliocéntrica con lo que podía entenderse del movimiento del sol en el libro de Josué, Darwin ponía en contradicción su teoría evolucionista con el relato de la creación.

    Las reacciones de la apologética católica no fueron muy brillantes. A veces, eligieron la tesis del concordismo. Por ejemplo, los seis días primeros de la creación (Gn 1,1-2,4) podían referirse a seis glaciaciones. Esta tesis aparecería en coherencia con la autoría divina de la Escritura. Después de todo, ya Flavio Josefo había dicho que los profetas conocieron por inspiración lo que no habían visto con los sentidos.

    Sin embargo, la reacción más peligrosa no fue ésta, sino otra:  al orientar el carisma de la inspiración hacia la inerrancia, algunos autores restringieron peligrosamente el alcance de la inspiración. Así Holden (1662) restringía la ayuda del Espíritu Santo sólo para los aspectos doctrinales de los libros; en línea muy semejante —por una analogía con el criterio de infalibilidad del Magisterio— Rohling (1872) sostuvo que la Biblia contenía la verdad sólo en las cuestiones de fe y de moral; el Cardenal Newman (1884) entendía que no estaban necesariamente inspiradas aquellas cosas que estaban dichas como de pasada (obiter dicta) como que el perro de Tobías movía la cola o que Pablo se dejó la capa en Troade. Tal vez la teoría más artificiosa -que intentaba salvar la verdad bíblica- fue la de M. D’Hulst, rector del Instituto Católico de París. D’Hulst (en un artículo de enero de 1893) con sutiles distinciones entre revelación e inspiración acababa por aceptar sólo la inerrancia para las materias de fe y costumbres[1]. Frente a estas teoría habrá que entender probablemente algunas de las afirmaciones de León XIII en la encíclica Providentissimus Deus condenando a quienes restringían la inspiración[2], al tiempo que poco antes, con base en la doctrina de S. Agustín y, sobre todo, S. Tomás declaraba los principios por los que podía guiarse la descripción bíblica de fenómenos físicos:[1] «Una cosa es revelar y otra inspirar. La revelación es una enseñanza intrínsecamente referida a la verdad. La inspiración es una acción impulsora que determina al escritor sagrado a escribir, le guía, le estimula, le vigila. Esta moción, según la hipótesis que yo expongo, garantizaría en lo escrito la falta de cualquier error en materia de fe o de moral; pero podría admitirse que la preservación no se extiende más allá; tendría en estos casos los mismos límites que la infalibilidad de la Iglesia». La teoría nos parece artificiosa. No lo es tanto la del Cardenal Newman, que sin embargo ha sido malinterpretada en alguna ocasión.[2] “Pero sería totalmente ilícito ya el limitar la inspiración a algunas partes de la Escritura, ya el conceder que algún autor se haya engañado. Porque no se puede tolerar el método de aquellos que se libran de estas dificultades no vacilando en conceder que la inspiración divina se extiende a las verdades que conciernen a la fe y las costumbres y nada más” (EB 124). Para todo este contexto, cfr J. Beumer, La inspiración de la Sagrada Escritura, 65ss.

    “Los escritores sagrados, o más exactamente, ‘el Espíritu de Dios que hablaba por medio de ellos, no quiso enseñar a los hombres estas cosas (a saber, la constitución íntima de los objetos visibles) que no tienen importancia alguna para la salvación eterna’ (S. Agustín, De Gen. Ad litt, 2,9,20), por lo que ellos, más que atender a la investigación de la naturaleza, describen a veces objetos y hablan de ellos (…) como lo exigía el lenguaje común de aquella época (…). Dado que en el lenguaje común lo que se expresa propiamente y en primer lugar es lo que cae bajo los sentidos, así también el escritor sagrado (tal como nos advierte el Doctor Angélico) ‘atiende a lo que aparece ante los sentidos’ (S. Th, I, q. 70, a. 1, ad 3), es decir, a aquello que Dios mismo, hablando a los hombres, expresó de modo humano para hacerse comprender por ellos” (León XIII, Providentissimus Deus, EB 121).

    **Es fácil ver que en estos principios establecidos por León XIII se encuentran todos los elementos que después integrarán la explicación católica de la Biblia. Un ejemplo ya clásico nos podrá ofrecer luces. En la concepción cosmológica de la Biblia, como en la de todo el mundo antiguo, la tierra es considerada como el centro del universo en torno al que giran el sol, la luna y las estrellas. Hoy la ciencia dice que no es así, ciertamente, pero no podemos acusar a la Biblia de error en este tema, ya que, de un lado, no es ni pretende ser un tratado de astronomía que se proponga explicar científicamente tales cosas, y, por otra parte, el autor sagrado se expresa con arreglo a la cultura y forma de hablar de su tiempo que, tal como hacemos también hoy, se rige por lo que aparece a los sentidos. Y los sentidos realmente no se equivocan en aquello que perciben, aunque la explicación científica dé razones no captadas por ellos a primera vista. Dios ha dejado en manos de los hombres la tarea científica de explicar la constitución de la naturaleza y sus leyes. Sería por tanto una puerilidad achacar a la Biblia defectos o errores en este sentido.

    Pero el que la Biblia sea un libro religioso y no una enciclopedia científica, no quiere decir que cuando en ella se encuentran temas propios de las ciencias no goce también de la divina inspiración. Todo el contenido de la Sagrada Escritura está inspirado por Dios. Ahora bien, al hablar a los hombres, Dios se acomoda a la forma del lenguaje y de la cultura humanas, y, concretamente, a la de los hagiógrafos, que actúan como instrumentos para que llegue hasta nosotros la Revelación divina. Solamente así puede ser la Palabra de Dios al mismo tiempo palabra humana, inteligible por el hombre. «En la Escritura, escribía Santo Tomás, las cosas divinas se nos dan al modo que suelen usar los hombres»[1]. Este «abajarse» de Dios a la situación del hombre es lo que se llama condescendencia divina, en griego synkatábasis.[1] Comentario sobre Heb, 1,4.

    El principio de la condescendencia de Dios es importantísimo para poder comprender cómo se nos expresa la verdad en la Biblia. Este principio fue alabado, entre los Santos Padres, por San Juan Crisóstomo, y recogido en nuestro tiempo especialmente por el Papa Pío XII en la Encíclica Divino Afflante Spiritu: «...Porque así como el Verbo substancial de Dios se hizo semejante a los hombres en todo, excepto el pecado, así también las palabras de Dios, expresadas en lenguas humanas, se hicieron semejantes en todo al lenguaje humano, excepto en el error»[1]. El Concilio Vaticano II propone de nuevo este principio, para que conozcamos la «admirable condescendencia de la sabiduría eterna»[2].[1] Divino afflante Spiritu, n. 20.[2] Dei Verbum, n. 13.
  33. 3.2.2. Pío XII y la narración de la Historia

    En los dos últimos párrafos se ha mencionado la synkatábasis, la condescendencia de Dios. Este principio de interpretación está en cierta manera presente en el texto de León XIII, pero se fue haciendo explícito después, en los documentos posteriores. Si León XIII dio una certera solución a la cuestión de la Biblia y las ciencias de la naturaleza, quedó sin embargo pendiente otra cuestión: la de la historia. En efecto, no es lo mismo la descripción de fenómenos físicos que la de acontecimientos históricos, entre otras cosas porque los acontecimientos históricos son fundamento y objeto de fe. La investigación histórica parecía contradecir alguna de las afirmaciones de la Biblia y en este contexto —aplicando los principios de las ciencias físicas enunciados por León XIII— Loisy quiso reducir la verdad de la Biblia a una verdad relativa, limitada las cuestiones religiosas o morales, pero sin afectar a las históricas. Mucho más articulada es la teoría de Lagrange y Hummelauer que ha venido en llamarse “teoría de las narraciones en apariencia históricas”. Estos autores aplicaban, con las debidas restricciones, las indicaciones de León XIII sobre los fenómenos físicos a algunos relatos históricos. En definitiva se trata de decir que algunas secciones históricas de la Biblia el hagiógrafo las narra según se le aparecen. De modo semejante, F. Pratt propuso al teoría de las “citas implícitas”: según esta solución el hagiógrafo se vale en ocasiones de narraciones anteriores que pueden no ser verídicas. De esta manera se salvaba la inspiración —inerrancia— y el error flagrante de alguna narración. Las tres posiciones fueron condenadas, o no bien recibidas, por S. Pío X, Benedicto XV y la Pontificia Comisión Bíblica respectivamente. La referencia de la encíclica Spiritus Paraclitus a la teoría de Lagrange puede compendiar el sentido del Magisterio en este punto cuando dice: “¿Qué similitud hay entre los fenómenos naturales y la historia? Las ciencias físicas se ocupan de los objetos que caen bajo la acción de los sentidos, y deben por tanto concordar con los fenómenos tal como aparecen; la historia, por el contrario, escrita con hechos, debe, y es su ley principal, encuadrarse con estos hechos tal como realmente sucedieron” (EB 457).

    Con todo, en las afirmaciones de León XIII y en los desarrollos de algunos autores se esbozaba ya el punto con el que Pío XII, en la encíclica Divino Afflante Spiritu, iba a proponer una senda que fue definitiva: los géneros literarios. Pío XII (cfr. EB 558) después de afirmar que el sentido literal no es a menudo obvio, invita al estudio de los géneros literarios —que no deben establecerse a priori— de la época y del ambiente en el que nacieron los libros. Pero realmente lo que observamos es que de esta manera se ha salvado el “callejón sin salida” en el que había entrado la exégesis empujada por dos motivos externos a la propia exégesis: las afirmaciones bíblicas entendidas axiomáticamente y con el único género literario litográfico, y el horizonte de la inerrancia en lugar del de la veracidad.

    Y de hecho, la cuestión de los géneros literarios es la que acaba por iluminar el modo de entender los textos sagrados. El género literario es, ante todo, una clave de lectura, un “léase como…”. No se trata de formas fijas, de tipos rígidos e inmutables que, una vez adquirida una fisonomía, no la cambian ya más. Todo género literario admite evolución, así como un período de indeterminación. Los géneros literarios son por lo mismo fenómenos sociales, formas colectivas de pensar, de sentir y de expresarse, en función de una civilización y de un ambiente. Por eso el Pontífice establecía una norma importante para el estudio de los géneros literarios en la Biblia. Esos géneros literarios (o las formas literarias menores) no deben establecerse a priori, sino que deben ser resultado de un cuidadoso examen de las formas: “Lo que los antiguos autores orientales quisieron significar no se determina tan sólo por las leyes de la gramática o de la filología, ni por el contexto del discurso, sino que es preciso por decirlo así, que el intérprete se vuelva mentalmente a aquellos remotos siglos del Oriente y... discierna y distintamente vea qué género literario quisieron emplear y de hecho emplearon los escritores de aquella vetusta edad. Porque los antiguos Orientales no siempre empleaban las mismas formas y los mismos modos de decir que hoy usamos nosotros, sino más bien aquellos que eran los corrientes entre los hombres de sus tiempos y lugares”.

    Ejemplos de este proceder pueden verse muchos ya que el historiador israelita emplea en su redacción diversos artificios y procedimientos. Por ejemplo, en la compilación de las genealogías algunas veces resume todo un período histórico, o bien por razones de simetría omite nombres; emplea números de valor convencional o aproximado; con muchísima frecuencia descuida la cronología; no refiere los discursos ajenos textualmente, sino que da tan sólo la sustancia y el sentido y cita con mucha libertad los demás libros. Estos procedimientos y otros análogos manifiestan un método imperfecto, pero por sí solos no son óbice para que responda a la realidad histórica lo que el historiador refiere.

    El paso siguiente a Pío XII es la constitución Dogmática Dei Verbum cuyos contenidos principales se han resumido más arriba. Vamos a examinar ahora las cuestiones desde un punto de vista más sistemático.
  34. 4. Noción de verdad
    No es fácil en la actualidad, dar una definición de verdad que sea, en su punto de partida, aceptada por todos. El núcleo “intuitivo” de la noción de verdad está conformado por tres elementos que interactúan entre sí.

    • Llamamos “verdadero” en primer lugar a lo que está realmente presente, contraponiéndolo a lo imaginario, a lo irreal: se trata de la dimensión que conecta lo verdadero con lo que es, con lo real, destacada por la raíz griega de la verdad (aletheia) como lo patente.
    • En segundo lugar, consideramos verdadero a lo fiable, y falso a aquello de lo que no podemos fiarnos: enlaza con la noción de autenticidad y con la raíz latina veritas y se traduce en confianza (fides) con las personas o con las cosas. Esta es la dimensión de la verdad que privilegia la tradición hebrea al destacar el valor del testimonio y su autoridad como fuente del conocimiento.
    • El tercer elemento es la idea de adecuación, de ajuste, entre lo que se dice o piensa y lo que acontece o se hace. Su ámbito natural es el lenguaje, en particular, sus recursos para evaluar o medir la capacidad de las palabras para expresar con claridad el pensamiento y para reflejar con precisión las cosas.

    Estos tres aspectos están presentes de una u otra manera en la elucidación de la verdad de la Biblia. Un examen somero lo mostrará.
  35. 4.1. La
    verdad en la
    Biblia
    El Antiguo Testamento, para designar la verdad, utiliza la palabra hebrea ’emeth. Su significado más genérico remite a “sostener algo firmemente”. Se asimila a la autenticidad y a la veracidad, y se opone a la falsedad y a la mentira. Por eso aplicado a Dios significa primeramente fidelidad: Dios es el fiel a sus promesas. De la misma manera, el hombre verdadero, es el que no engaña, cumple las promesas, o, compendiándolo todo, vive según los mandamientos del Señor[1]. Estas nociones coinciden genéricamente con nuestra noción de verdad. En efecto, “decir la verdad” es expresar la convicción propia y también que esa palabra se puede tener por realidad, se puede mantener en un tribunal. Verdad implica realidad y garantía.[1]  Más precisiones, con textos bíblicos y bibliografía, pueden verse en: G. del Cerro Calderón, Verdad II. Sagrada Escritura, en GER 23, 1974, p.429-431. Cfr también la voz “Verdad” en  los diversos Diccionarios bíblicos, H. Bussche-M. Loss, “Verdad”, en Diccionario enciclopédico de la Biblia, Barcelona 1993, 1560-1562.

    Ahora bien, aplicada a Dios, ¿cómo mostrar la veracidad-fidelidad de Dios? La respuesta de la Biblia es: en la historia. Los hechos de la historia manifiestan la fidelidad de Dios a sus promesas: El hombre es cambiante, pero Dios es firme, estable, sus palabras son tan verdaderas que el hombre puede fundar su vida en ellas. Y si en algún caso la situación actual parece un desmentido de esa verdad-fidelidad, el día final, el día del juicio del Señor, lo pondrá todo de manifiesto.

    Estas notas explican que, cuando el Antiguo Testamento fue traducido al griego, la palabra ’emeth se vertiera en la mayor parte de las ocasiones (87 de las 126 en que aparece en el texto hebreo) por aletheia, pues la verdad es lo que no está oculto, lo que se manifiesta (y lo que se manifiesta para el historiador es lo comprobable). Pero la aletheia no cubre todo el campo semántico del ’emeth hebreo, por eso los traductores griegos utilizan también las expresiones dikaiosyne (justicia, conducta conforme a la Ley) y pistis (fe, confianza, fidelidad).

    El Nuevo Testamento es heredero de esta mentalidad y de su contacto con la cultura griega. Utiliza palabras en relación con la raíz de aletheia que vienen a significar: sinceridad, realidad objetiva de las cosas, norma de conducta correcta, y, en consecuencia, doctrina ortodoxa.

    Por tanto, podemos concluir de manera general que en el mundo de la Biblia, la verdad es, sobre todo, la realidad. Pero si nos atenemos a la verdad de los textos (de las profecías), la veracidad se sostiene en el quién que las pronuncia: se funda en el testimonio. Y si es Dios quien da testimonio, lo afirmado en la Escritura es verdad: se podrá comprobar en el futuro como se ha verificado en el pasado.
  36. 4.2. Sentido, verdad y lenguaje. La verdad de la Biblia

    De lo dicho en el apartado anterior, puede deducirse que los tres modos de definir la verdad con los que Santo Tomás abre las cuestiones De Veritate —Verdad es el ser de las cosas; Verdad es adecuación entre el intelecto y la cosa; Verdad es también manifestación, mostración de aquello que es (De Ver q 1, a 1)— no sólo abarcan de modo congruente las diversas tesis parciales que se han dado de la Verdad, sino que tienen una gran raigambre en el pensamiento bíblico.

    Sin embargo, en el lugar que estamos examinando —los textos bíblicos—, sin perder de vista las demás descripciones, nos interesa sobre todo el segundo de los aspectos mencionados: lo que se denomina en los tratados de Gnoseología[1] verdad lógica. La verdad lógica se define, según la fórmula de Isaac Israeli copiada por Santo Tomás, como “la adecuación entre la inteligencia (se entiende que del sujeto cognoscente) y la cosa conocida”. Según esta definición, en la descripción de la verdad entran en juego tres elementos: el sujeto, la cosa y la adecuación. Por eso mismo, si seguimos un planteamiento realista, diremos que la verdad no se da propiamente en el mero conocimiento sensible, ni en la simple aprehensión (digamos, el concepto), sino en el juicio que, aquí y ahora, en acto, se realiza sobre la adecuación entre la inteligencia y la cosa (De Ver q 1, a 3).[1]  Cfr A. Llano, Gnoseología, Pamplona, Eunsa, 1998, 42-50; a quien sigo aquí.

    Ahora bien, de la presencia de la verdad en el juicio se deriva un corolario importante: en el juicio se da un movimiento reflexivo sobre la adecuación entre la cosa y lo aprehendido: “en la simple aprehensión el entendimiento tiene la similitud con la cosa conocida, pero no lo sabe aún; en el juicio también reflexiona: «sólo en esta segunda operación del intelecto está la verdad o la falsedad, según aquello de que no sólo el intelecto tiene semejanza con la cosa entendida, sino que reflexiona sobre esa misma semejanza, conociendo y juzgando sobre ella» (In VI Met., Lecc. 4, n. 1236)”[1]. Ahora bien, este movimiento reflexivo del conocimiento verdadero tiene un segundo momento reflexivo por el que el entendimiento juzga sobre su propio acto de juicio. Es lo que explica Santo Tomás en un conocido texto: “La verdad sigue a la operación del entendimiento en tanto que el juicio de éste se refiere a la cosa tal como ella es; pero la verdad es conocida por el entendimiento en tanto que éste reflexiona sobre su propio acto; pero no sólo en tanto que conoce su acto, sino en tanto que conoce su adecuación a la cosa, la cual a su vez no puede ser conocida si no se conoce la naturaleza del propia acto. Y por su parte, esta última no puede ser conocida si no se conoce la naturaleza del principio activo, que es el propio entendimiento, a cuya naturaleza le compete conformarse a las cosas. Luego el entendimiento conoce la verdad en cuanto reflexiona sobre sí mismo” (De Ver, q 1, a 9).[1] Ibidem, 46

    Estas distinciones del Aquinate —que algunos autores[1] denominan el factor de adecuación de la verdad (el aspecto semántico) y el factor de reflexión (el aspecto pragmático)— parecen sutiles, pero acaban por ser trascendentales a la hora de juzgar sobre la verdad de los juicios. Por ejemplo, si yo digo “este tema que estoy preparando me ocupará diez folios”, esa frase no es verdadera, aun cuando luego resulte que el tema tiene realmente diez folios: la reflexión sobre mi juicio no me permite decir esto en verdad; en cambio si digo “calculo que este tema ocupará unos diez folios” estoy diciendo la verdad: el juicio versa sobre mi cálculo y la reflexión sobre mi juicio me permite hacerlo.Estas nociones nos introducen ya en dos aspectos importantes: la verdad en el juicio del hagiógrafo, y la verdad en relación con el lenguaje o, mejor, en el aspecto de la verdad en relación con el discurso. Y con ello tenemos convocados los dos temas que están en relación con la veracidad de la Sagrada Escritura: la inspiración y la forma literaria de los textos.[1] Cfr. F Inciarte, El problema de la verdad en la filosofía actual y en Santo Tomás, en J.J. Rodríguez-P. Rodríguez (eds), Veritas et Sapientia. En el VII Centenario de Santo Tomás de Aquino, Pamplona, Eunsa, 1975, p. 43-59.
  37. 5. Verdad y lenguaje. Los géneros literarios
    Con lo que hemos visto hasta el momento podemos ya establecer unos principios de interpretación de los libros sagrados, y de la verdad declarada en ellos. Por otra parte, también hemos visto la importancia que esto tiene en los relatos históricos: no debe olvidarse que la revelación cristiana trata de acontecimientos históricos.Con lo apuntado más arriba a propósito de la verdad en relación con el sentido, pasemos ya al aspecto que nos interesa de la veracidad de la Sagrada Escritura. Aquí ya no estamos ante el juicio de la mente, sino ante las afirmaciones de los hagiógrafos. Nos interesa la verdad de las afirmaciones de la Escritura. Según lo que hemos visto a propósito de la inspiración de los autores sagrados, resultará que las afirmaciones de los hagiógrafos deben tenerse por verdaderas en las dos dimensiones: como adecuación y como reflexión. Puesto que estamos en el nivel de las expresiones del lenguaje hablaremos de sentido y de verdad. Aunque más tarde se tratará del sentido con más precisión, digamos, por el momento, que el sentido hace referencia a la dimensión semántica, a la adecuación de la proposición a la realidad; la verdad hace referencia no sólo a la adecuación, sino también al aspecto reflexivo, pragmático, de la proposición enunciada: el sentido de la proposición se adecua con la realidad a la que se refiere.

    Veamos un ejemplo. Leemos la crucifixión del Señor tal como viene relatada en el evangelio de Marcos (Mc 15,21-41) y decimos que el sentido de esos versículos es el siguiente: Jesús es como el justo perseguido del Salmo 22 que con su muerte consigue que se rompan las distinciones entre judíos y gentiles. El texto dice más cosas, pero basta con esto para nuestro ejemplo. Estamos ante un sentido de un acontecimiento, ante el significado que tiene una cosa. Y hay una adecuación entre la cosa y ese significado (ese sentido). También podría haber para ese acontecimiento otros sentidos: es el ajusticiamiento de un rebelde, el final de la utopía de Jesús, etc. Al hablar de la veracidad de la Sagrada Escritura, lo que afirmamos es que el significado que le da Marcos a ese acontecimiento es verdadero. (Los otros dos podrían serlo, pero no estamos tratando ahora de eso, sino de la verdad de lo dicho por San Marcos. En realidad, los otros dos mantienen el aspecto de adecuación de la proposición a una realidad —Jesús murió condenado en la cruz— pero no hacen referencia al curso de acciones que preside el evangelio de Marcos).

    Pero esto nos lleva más lejos. Al afirmar que el juicio de Marcos es el verdadero, en realidad estamos suponiendo un lenguaje, unos textos, un género literario, etc. Como se verá más tarde, tenemos que tener presente que los hombres, en el lenguaje escrito, hablamos por textos, no por frases: la unidad de comunicación es el texto (que puede ser una frase o un libro de mil páginas). Por tanto, el sentido del que hablamos es el sentido del entero evangelio de Marcos, y la realidad a la que se refiere con ese texto son los acontecimientos de la vida de Jesús en relación con la historia bíblica, con los destinatarios de su escrito, etc. Esas son las condiciones en las que se produce la reflexión de Marcos al emitir un juicio verdadero sobre aquella realidad, y son las que nosotros debemos examinar, al hablar de la veracidad del escrito sagrado.
  38. ¿Qué condiciones tenemos que tener presentes al examinar el texto sagrado? En primer lugar las condiciones del sentido, es decir las condiciones semánticas. Cada una de las cosas que se dice en el texto tiene que verse, en primer lugar, en relación con todo lo que se dice en la narración. Pero aquí estamos todavía en el nivel equivalente a lo que hemos denominado antes la simple aprehensión, o el concepto. No estamos aún hablando de la verdad. Pero el lenguaje no se actualiza en el vacío, sino que se inserta en modos de decir. Genéricamente, esto es el género literario: un código de lectura de los textos. Supuestas estas dos cosas ya podemos realizar el juicio sobre lo verdadero que hizo el autor sagrado. Volvamos pues al ejemplo de Marcos que hemos apuntado antes:
    • 1. En primer lugar tenemos un texto que relata las acciones de Jesús en su aspecto salvador, como Evangelio (entiéndase también como género literario).
    • 2.  Cada una de las cosas que se dicen en el texto tiene que interpretarse en primer lugar en relación con las demás cosas afirmadas por el texto. Quien dice cosas, dice también las palabras utilizadas, etc. En el caso de la crucifixión será por tanto un constituyente del sentido del texto en su totalidad, y la referencia primera para interpretarlo será el texto.
    • 3.  El texto en su totalidad reproduce lo que técnicamente se llamaría el “mundo del texto”, el equivalente al “sentido” (el concepto) de la realidad, de la cosa, que es el acontecimiento de Cristo Jesús.
    • 4.  Hasta ahora estamos en el nivel del sentido. Para que ese sentido pueda llamarse verdadero tiene que hacer justicia a la realidad de las cosas que cuenta. Y en este caso, como estamos en un texto histórico, en un contexto determinado, tiene que hacer justicia, adecuación, a los acontecimientos ocurridos (no sólo a las acciones de Jesús sino al ambiente en el que se dieron).

    Aquí es donde llegamos ya a la verdad del texto. El autor sagrado, inspirado, nos propone ese significado como verdadero, el texto es un testimonio verdadero —aunque imperfecto— de la revelación de Dios en Jesucristo. Esa es la verdad que propone Dios a través de San Marcos.
  39. Veamos esta cuestión con un ejemplo un poco más complicado: el libro de Josué. Como se sabe, el libro narra las peripecias del pueblo de Israel al conquistar la tierra prometida. También es conocido que algunos pasajes de este libro —la conquista de Jericó, etc.— no coinciden con lo que los descubrimientos arqueológicos han puesto de manifiesto. Al leer este libro como verdadero, y como histórico, como se recibe en la Iglesia, tenemos que tener presente:
    • Hay que leer el texto en su totalidad como el libro que narra las peripecias del pueblo hasta entrar en la tierra prometida. El género literario tiene más que ver con el relato de las maravillas de Dios con un pueblo —o el origen de la distribución de la tierra— que con una crónica histórica de la conquista.
    • Cada una de las cosas que se narran tiene que verse, en primer lugar, en relación con las demás cosas del libro y el modo con que se narran. La parada del sol y la conquista de Jericó no son ajenas ni al modo de narrar en aquel tiempo, ni a las restantes cosas que se narran en el libro.
    • Es el sentido del libro entero lo que hay que buscar y lo que se afirma que es histórico. Si el libro expresa la maravillosa acción de Dios por la que donó la tierra a su pueblo, ese es el sentido del libro.
    • Ahora bien, para que ese sentido sea verdadero —y, en este caso, que sea verdadero significa también que sea histórico— es necesario que el texto haga justicia a unos hechos. Sin embargo, dado el género literario y las formas del libro, no hay que tener por sucedido realmente cada uno de los hechos que se narran, sino sólo uno, la acción maravillosa por la que Dios concedió la tierra prometida a su pueblo. Ahora bien, decimos acción maravillosa y no idea. Si fuera sólo una idea, la acción reflexiva que comporta la verdad del texto no habría que buscarla en la acción maravillosa sino sólo en la posibilidad de esa acción.

    Pienso que se entenderá mejor con un ejemplo del mismo libro. Jericó se conquista, lo recordamos todos, con los sacerdotes portando el arca de la alianza en torno a las murallas de Jericó. Claramente, estamos ante una acción litúrgica, que traducida a términos conceptuales, nos dice que los muros imposibles se conquistan con la oración. El autor del texto lo expone narrativamente, con las fórmulas literarias a su alcance. La investigación histórica nos enseña —con su metodología propia— que los israelitas no eran un pueblo sedentario que habitara en Palestina sino que se instalaron allí en el siglo XIII a.C. Es tarea del historiador encontrar —con la Biblia como fuente, pero también con otros instrumentos— qué acontecimientos históricos se dieron para dar lugar a la posesión de la tierra. El libro de Josué expresa esos acontecimientos con un lenguaje propio, pero —por sus mismas formas literarias— no quiere decir necesariamente que Jericó se conquistara con una procesión ritual debajo de sus murallas (ni, obviamente, que esa sea la manera con que los cristianos debemos conquistar las ciudades en caso de guerra), lo que sí quiere afirmar es que el pueblo conquistó la tierra con la ayuda de Dios. Esta es la verdad del texto que testimonia —imperfectamente— un aspecto de la revelación. Y a esto se dirige la inspiración del texto. Con esta verdad es con la que se compromete Dios autor.

    Pero ésta es sólo una dimensión del libro de Josué. En el libro parece haber también un elogio del “anatema” que manda destruir todo lo conquistado, personas y haberes (Jos 6,17; 7,1-26). También aquí, lo afirmado por el hagiógrafo es lo afirmado por Dios. Sólo que, como se ha visto, el autor humano y sus receptores, lo tuvieron por un testimonio de la acción de Dios con su pueblo, y Dios lo afirma también así: como un testimonio de la revelación que hace a su pueblo. Compete a la lectura —y también a los investigadores— proponer el sentido del pasaje en estos casos. El investigador —y el lector— tendrá presente el sentido del pasaje con su significado, con el género literario propio, en el libro entero de Josué. Después reflexionará sobre las circunstancias de su composición del libro (así, por ejemplo, los historiadores sostienen que el pasaje se compuso siete siglos después de su posible encuadre histórico, en circunstancias improbables para la ley del anatema; es decir, estamos ante un tópico literario que nunca se dio en la realidad, aunque era conocido en culturas vecinas, etc.), y por tanto, podrá exponer lo que el autor quiso afirmar al proponer su libro: la adecuación del texto a la realidad de la que habla, y la verdad de ese juicio, iluminada con la inspiración. Esa es la verdad del libro con la que se compromete Dios. Ciertamente, el lector tendrá también presente la condescendencia de Dios que se somete a la “imperfección” de los hombres que expresan imperfectamente la revelación, aunque no hasta el punto de comprometer la “verdad y santidad” de Dios.
  40. 5.1. La
    verdad de la
    Biblia, Palabra de Dios
    Sin embargo, todo lo visto hasta el momento no deja de ser un paso previo para entender la Biblia entera como palabra de Dios escrita, que es entregada a la Iglesia y que la Iglesia propone a los fieles como camino verdad y vida. La Iglesia propone el texto como verdadero. Ahora bien, ¿cuál es la realidad de la que la Biblia, como libro, expresa un significado verdadero? La realidad es la revelación de Dios. Lo que hace la Sagrada Escritura es expresarla en un conjunto de libros y esos libros, en cuanto expresan a Jesucristo, Palabra de Dios, son Palabra de Dios escrita.

    Esto por lo que se refiere a la realidad. El otro punto que tiene que especificarse es la forma literaria de ese libro que es la Biblia para poder interpretarla adecuadamente. La forma literaria implica un conjunto de libros no homogéneo —aunque estén encuadernados igual—, sino unos libros como regentes de otros: los libros del Nuevo Testamento como explicación de los del Antiguo, las palabras del Señor recogidas en los evangelios rectoras de las expresiones apostólicas (cfr 1 Co 7,10.12), etc., es decir, las reglas de interpretación recogidas de la comunidad apostólica.

    Con estas condiciones, volvamos al texto del anatema que hemos estado invocando. ¿Qué contenidos de la revelación expresa? La revelación de Dios no es contradictoria. Dios se revela en Jesús como amor, como Aquél que da la vida hasta por sus enemigos. Por tanto, en la revelación cristiana no hay espacio para una realidad de Dios como cruel o violento: es lo que nos revelan los textos del Nuevo Testamento. Por tanto, las palabras de esos pasaje, entendidas en el contexto gramatical e histórico del autor inspirado, lo que manifiestan de la revelación es que Dios recurre a la condescendencia en su revelación a los hombres, aceptando sus errores, que llegan a atribuirle un cruel deseo para significar mejor el peligro de la idolatría del pueblo. O explicaciones semejantes. Esa es la verdad que propone el autor humano de la Biblia entera, la Iglesia, y esa es la verdad que Dios propone con ella.

    Estas conclusiones necesitarían más matices que se verán al abordar la interpretación de la Biblia. Valga esto como una primera aproximación y pasamos ahora a explicar algunas cuestiones particulares que pueden ayudar a entender textos difíciles del Antiguo Testamento.
  41. 6. Análisis de algunas cuestiones particulares
    Con lo dicho hasta el momento, se pueden ya tener los principios generales que guían la interpretación de la Sagrada Escritura en lo que se refiere a la veracidad de lo que se narra en ella. También, con lo visto, no aparecen excesivas dudas en los que afecta a la descripción de lo referente a los fenómenos físicos. Ya que las cuestiones que afectan a la historia y a la moralidad necesitan unos matices mayores, vamos a resumir los principios generales a los que ha llegado la investigación.
  42. 6.1. La
    veracidad de la
    Biblia en temas históricos
    Como ya se ha dicho, mientras el conocimiento de la explicación científica de la naturaleza y de sus leyes no afecta a la salvación eterna del hombre, sin embargo existen acontecimientos de orden histórico que son el fundamento de la fe bíblica, tanto para el pueblo hebreo como para la Iglesia de Jesucristo. Son todos los acontecimientos que entretejen la Historia de la Salvación, entre los que cabe señalar la creación del mundo y del hombre por Dios, la caída de los primeros padres, la elección divina del pueblo de Israel, la Alianza con Moisés, la Encarnación, Muerte y Resurrección de Jesucristo, la venida del Espíritu Santo en Pentecostés y el comienzo de la Iglesia. Si acerca de los fenómenos naturales se puede decir que la Sagrada Escritura los presenta según las apariencias y en ello no hay error, no sucede lo mismo con las afirmaciones de orden histórico, pues una historia según las apariencias y no según lo ocurrido en realidad no sería verdadera historia, tal como enseñaba el Papa Benedicto XV: «Es ley primaria en la historia que lo que se escribe debe ser conforme con los sucesos tal como realmente acaecieron» [1]. Los rasgos principales de la historiografía bíblica se podrían resumir así:[1] Spiritus Paraclitus, EB, n. 457.



    a. Historia religiosa

    Al estudiar la Historia de la Salvación, narrada en la Biblia, hay que tener en cuenta que sigue criterios distintos de los que seguiría, por ejemplo, un historiador de nuestros días. La historia bíblica es ante todo una historia de carácter religioso, contemplada desde la fe, y en la que entra un protagonista cuya acción trasciende los métodos de comprobación de la Historia, en el sentido moderno del término. Este protagonista es Dios. Los hagiógrafos que relatan la historia de Israel, o de Jesucristo, o de la Iglesia de los primeros tiempos, no sólo describen los acontecimientos como sucesos históricos, sino que los presentan dándoles una interpretación desde la fe en la acción de Dios.

    Un ejemplo puede aclarar esta idea. El origen del pueblo de Israel es objeto de la ciencia histórica actual, y los autores discrepan si se ha de situar hacia el siglo XII a.C. —cuando surge la unidad de las tribus en la tierra de Canaán—, o si el pueblo se configura ya antes bajo el liderazgo de Moisés y Josué a la salida de Egipto, o si hunde sus raíces en los clanes patriarcales hacia el siglo XIX a.C. La Biblia lo presenta desde otra perspectiva: Israel surge en la historia por una intervención especial de Dios, que quiere formar un pueblo distinto entre todos los demás. Este proyecto lo va realizando mediante intervenciones sucesivas, que se remontan hasta la llamada a Abrahán, y que están como preparándose en la misma creación del hombre. De esta manera, aunque la Biblia no responde de forma clara a la pregunta que se hacen los historiadores modernos sobre el origen de Israel, sin embargo presenta la verdad profunda del mismo: Israel surgió como pueblo por una iniciativa divina, y en su origen están implicados Abrahán, los Patriarcas, Moisés... y quienes ratificaron el pacto de Siquén, narrado en el libro de Josué, cap. 24.



    b. Historia interesada y selectiva

    La historia bíblica, por ser de carácter religioso, es ciertamente historia interesada. Pero no por ello deja de ser verdadera historia. La interpretación de los hechos a la luz de la fe no sólo no los falsea, sino que los presenta en su verdadera dimensión, dándoles la explicación correcta, aunque para ello resalte e incluso engrandezca algunos rasgos particulares. De ahí también que sea una historia selectiva. No cuenta todo, sino lo que es importante para mostrar la forma en que Dios ha intervenido, dejando entrever así cómo va a actuar Dios en el futuro.



    c. Diversas formas de narrar la historia

    Hemos señalado algunos rasgos de la historia bíblica, que se han de tener en cuenta para entenderla correctamente. Pero cada episodio particular y la forma en que es narrado presentan sus propias características, que se han de considerar atentamente en orden a descubrir la intención del hagiógrafo, es decir, lo que éste quiso transmitir. Porque no siempre se usa la misma forma de decir o de narrar, sino que depende del genio del autor, del contexto cultural en que se mueve y del género literario que emplea. Así, por ejemplo, es bien distinta la forma literaria en que se cuenta el origen del mundo y del hombre en los primeros capítulos del Génesis, que la que se emplea para narrar la salida de Egipto, teñida de rasgos épicos.

    Puesto que la verdad histórica no se presenta en cada pasaje de la misma forma, enseñaba el Papa Pío XII que «nadie que tenga recta inteligencia de la inspiración se debe admirar de que también entre los autores sagrados, como entre los otros de la antigüedad, se hallen ciertos artes de exponer y de narrar, ciertas peculiaridades, sobre todo propios de las lenguas semitas, que se llaman aproximaciones, y ciertos modos de hablar hiperbólicos; más aún, a veces, hasta paradojas para imprimir las cosas en la mente con más firmeza»[1].[1] Divino afflante Spiritu, n. 20.

    Sucede también en relación con las cuestiones de orden histórico que, entre los sucesos que narra la Biblia, algunos son de suyo comprobables por los métodos de la Historia científica. Entonces se trata de cuestiones estrictamente históricas; si la ciencia dispone hoy día de datos suficientes para comprobar tales asertos, ocurridos algunos en épocas ya muy remotas, es una cuestión de metodología. Sin embargo, algunos relatos de carácter histórico, no son, de suyo comprobables en todos sus aspectos por los métodos estrictamente históricos: así, es comprobable de suyo por la historia, la resurrección de Lázaro, o del hijo de la viuda de Naím, o el hecho del sepulcro vacío de Jesús, o el testimonio atendible científicamente de los testigos de las apariciones de Jesús Resucitado; pero el personaje mismo de Jesús Resucitado y glorioso trasciende a los métodos de la historia científica: Jesús Resucitado no puede, por ejemplo, ser sometido a un censo de población, como lo era antes de su muerte, o como lo era Lázaro después de ser resucitado, puesto que en Lázaro se opera la vuelta a la vida de antes, pero no así en la Resurrección de Jesús, que fue a la vida gloriosa. Estos sucesos, que trascienden los métodos históricos, no son menos verdad; ni menos históricos que los otros, pero en un sentido que trasciende a los métodos en uso de la historia científica. Pueden ser llamados de diversas maneras: algunos autores modernos los denominan meta-históricos; la Iglesia no les ha dado oficialmente ningún calificativo específico para designar su verdad como realidad histórica. Al trascender los limitados métodos de la ciencia histórica, entran en la certeza de la fe, que se apoya no sólo en los datos controlables por la investigación humana, sino principal y esencialmente en la autoridad de Dios que revela, que ha mostrado a unos testigos elegidos por El, el hecho histórico trascendente, pero no opuesto, a la ciencia meramente humana.

    En este punto incide la dificultad, a veces el escándalo, de los no creyentes, consistente en que la Biblia llegue a afirmar verdades de orden histórico que, sin embargo, trascienden los limitados métodos de investigación humana. La fe cristiana da al creyente la certeza absoluta de la verdad de esos relatos, bases necesarias para las verdades de salvación. El no creyente debe, razonablemente, mantener al menos una actitud de respeto hacia la seriedad de los testigos que afirman tales hechos, y hacia la Iglesia que conserva tales testimonios. Y ello por tres razones principales: por la honestidad de quienes mantienen dicha fe, por la imposibilidad de negar científica y moralmente lo que afirma la fe y, en tercer lugar, por la racionalidad de lo enunciado.
  43. 6.2. La
    verdad de la
    Biblia en cuestiones de orden moral
    *********
  44. a. La santidad
    bíblica
    Junto a la Historia de la Salvación, la Biblia enseña también verdades de orden moral, es decir, normas de conducta humana que responden verdaderamente a la dignidad del hombre y al proyecto de Dios sobre él. A este aspecto de la veracidad bíblica se le denomina santidad de la Biblia, en el sentido de que señala al hombre la conducta que ha de seguir ante Dios, y reprueba lo que está mal.
  45. b. Principios
    para solucionar las posibles dificultades
    También en este ámbito pueden surgir dificultades, sobre todo en lo referente a algunas leyes del Antiguo Testamento cuando se comparan con la moral del Nuevo. El principio fundamental que hay que tener en cuenta es el carácter progresivo de la revelación bíblica: Dios, como sabio pedagogo, no ha ido exigiendo a la humanidad más allá de lo que ésta podía ir dando; es otro aspecto del principio de la synkatábasis o condescendencia divina. Así, por ejemplo, ha de considerarse como un gran progreso en la moralidad social el principio del talión, introducido en la ley mosaica: el «ojo por ojo y diente por diente» limitaba los interminables desquites de la ley de la venganza, en uso entre los pueblos nómadas y seminómadas del antiguo Oriente Medio, de los cuales nació el pueblo de los patriarcas hebreos; la ley del talión constituía, pues, un gran avance en los modos de la justicia frente a la cruel costumbre de la venganza, al establecer que el castigo no podía ser mayor que el delito. Igualmente, las medidas muy restrictivas de la ley mosaica sobre el divorcio venían a proteger profundamente el estatuto social de la mujer en aquel entonces. Suprimiendo progresivamente la poligamia sin límites del régimen tribal, se preparaba el camino hacia la monogamia y la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer. De este modo, desde los estados más primitivos de la moralidad israelítica hasta la santidad evangélica, la Revelación bíblica ha recorrido el largo camino que va desde las imperfecciones de los comienzos de la historia bíblica hasta la perfección final de la santidad moral vivida y enseñada por Jesucristo. La Constitución Dogmática Dei Verbum n.15, así lo recordaba: “El fin principal de la economía antigua era preparar la venida de Cristo, redentor universal, y de su reino mesiánico, anunciarla proféticamente, representarla con diversas imágenes. Los libros del Antiguo Testamento, según la condición de los hombres antes de la salvación establecida por Cristo, muestran a todos el conocimiento de Dios y del hombre y el modo como Dios, justo y misericordioso trata con los hombres. Estos libros, aunque contienen elementos imperfectos y pasajeros, nos enseñan la pedagogía divina” (y en nota el Concilio cita la encíclica “Mit brennender Sorge”).

    Otra perspectiva importante a tener en cuenta es que la Biblia recoge la experiencia religiosa progresiva del pueblo elegido y de sus personajes principales, hasta llegar a Jesucristo. Pero ningún hombre es absolutamente santo, sólo Dios lo es, y por ello, aun los más grandes patriarcas, profetas y reyes de Israel tuvieron sus imperfecciones y hasta sus caídas. Dios nos enseña en la Biblia el camino de la santidad, no sólo con los ejemplos de virtud heroica de los hombres, sino también con la lección de sus debilidades, limitaciones y vicios. Y en la Sagrada Escritura aparecen todas estas actitudes humanas, calificándolas moralmente de modo explícito, las más de las veces, o colocando al lector en condiciones de dar con facilidad su propio juicio moral recto.

    También hay que colocarse en perspectiva histórica para entender en su justo valor ciertas formas de expresar los sentimientos de los personajes bíblicos: no en todos los tiempos y culturas la sensibilidad es la misma. Y así, ciertas manifestaciones que aparecen en los libros del AT podrían resultar ahora un tanto groseras o menos correctas, si no se sitúa el lector en el medio social antiguo en que fueron escritas.

    En este sentido, los «actos de crueldad» que aparecen como ordenados por Dios —p. ej., la ley del herem que mandaba aniquilar las ciudades conquistadas— se han de entender desde la tendencia de atribuir a Dios el origen de todas las costumbres, y como un medio para que el pueblo se preservase de la contaminación con los pueblos idólatras.
  46. 6.3. La
    verdad de la
    Biblia en cuestiones antropológicas
    Aunque la Sagrada Escritura no es un tratado de antropología, en el sentido de que intente directamente explicar qué es el ser humano, contiene sin embargo aquellos datos fundamentales que el hombre debe conocer en orden a su salvación. Tales verdades se presentan también ciertamente con los recursos culturales y literarios de que disponían en su tiempo los hagiógrafos, pero su enseñanza inspirada por Dios tiene valor perenne. Pensemos por ejemplo en la enseñanza sobre la dignidad del ser humano, creado por Dios a su imagen y semejanza, y puesto en el mundo como señor de la creación; en la igual dignidad del hombre y de la mujer, y en el carácter originario de la institución matrimonial; en la supervivencia del alma tras la muerte, y otras verdades que, de no conocerlas con la seguridad que da la Revelación divina, el hombre quedaría expuesto a múltiples obscuridades —e incluso degradaciones—, como ha ocurrido tantas veces a lo largo de la historia.

    En ciertos casos, algunas de estas verdades no aparecen claramente expresadas en las primeras etapas de la Revelación bíblica, o se encuentran también fuera de ella. Esto no significa, sin embargo, que sean únicamente fruto de una época o de una cultura determinadas. Cuando la Biblia las afirma realmente bajo una forma u otra, han de tenerse como verdad que Dios ha querido comunicarnos.
  47. 6.3. La
    verdad de la
    Biblia sobre Dios
    La verdad más importante de la Biblia es evidentemente su enseñanza sobre Dios y su relación con los hombres. A través de los escritos sagrados Dios habla de Sí mismo llamando al hombre a una vida de comunión con El. También esta Palabra de Dios sobre Dios se ha expresado en lenguaje y formas culturales para poder ser comprendida por el hombre. Es similar, en algunos aspectos, a como hablan de Dios los hombres de otras religiones. No podría ser de otra forma si pensamos en el principio de la condescendencia divina que expusimos antes. De ahí que en alguna ocasión se encuentren antropomorfismos aplicados a Dios, o reaparezcan expresiones relacionadas con la forma más común de hablar de Dios en las religiones más antiguas, es decir, con los mitos.

    a . El lenguaje mítico en la Biblia         

    Aunque la expresión mítica sea una forma válida de hablar de Dios en otras latitudes, e incluso encierre también aspectos de verdad, la Biblia se aleja radicalmente de ese tipo de lenguaje, en cuanto que la fe en el señor, el único Dios, llevaba al fiel israelita a alejarse de los dioses que adoraban los otros pueblos. La forma de hablar de Dios en la Biblia y la verdad que enseña sobre El es totalmente original, como original es la manifestación que Dios hace de Sí mismo a Israel, y su culminación en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre.

    La verdad sobre Dios que aparece en la Biblia no se sitúa al mismo nivel que los distintos aspectos de verdad contenidos en los mitos de otras religiones, fuera del tiempo y del espacio; sino que es una verdad que se inserta en la historia y deja unas huellas que la ciencia histórica puede indagar: el pueblo de Israel, la figura de Jesucristo, la aparición de la Iglesia. Este es el principal motivo de que exista un diálogo constante entre la verdad de la Biblia y lo que el hombre puede adquirir por la ciencia; en este caso, por la ciencia histórica.
  48. b. La
    revelación de Dios en la Biblia
    La enseñanza bíblica sobre Dios no tiene su origen último en el descubrimiento que el hombre, con sus propias facultades, puede hacer de Dios, sino en la manifestación que Dios ha hecho de Sí mismo y en la aceptación del hombre mediante la fe. Los escritos bíblicos, surgidos bajo la inspiración divina en un momento concreto de la historia, constituyen el testimonio divino sobre dicho proceso de Revelación y fe, convirtiéndose así en la Palabra que Dios dirige al hombre para manifestarle la verdad sobre Sí mismo y, al mismo tiempo, pedirle una respuesta: la fe.

    Siguiendo la analogía entre la Sagrada Escritura y el Verbo Encarnado enseñada por el Concilio Vaticano II, podríamos entender la veracidad de la Biblia haciendo extensible a ella las palabras del Señor cuando dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Ioh 14,6).
  49. tEMA 15 lAST
    NEXT WOULD BE TEMA 16
Author
salem
ID
316950
Card Set
Introduction a la Sagrada Escritura 2
Description
introduction to the sacred scriptures
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